Capítulo 43. "El chiste"

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Han pasado seis semanas desde que Mimi dejó ir a Ana. Seis semanas desde que rompiera sus corazones y el dolor físico que había sentido en su pecho mientras veía cómo los padres de Ana se iban, aún estaba presente, aun persistiendo cada segundo de cada día, recordándole lo que había perdido, a quien había perdido. Habían pasado seis largas, miserables, solitarias semanas y Mimi no había escuchado nada de su chica ni una vez. Ni una carta ni una llamada de teléfono ni un mensaje de texto de ella. No había escuchado nada, y eso la estaba matando, lentamente pero con seguridad.

Había soportado seis semanas sin la sonrisa de Ana, sin su risa, sin sus profundos ojos chocolate, su baja y ronca voz y sus largos y suaves mechones de pelo oscuro. Había sufrido sin la presencia en su vida de la forma de ser juguetona de Ana, sin su agudo intelecto y su amable corazón. Durante seis semanas había echado de menos todo sobre Ana, cada pequeño detalle, cada pequeña peculiaridad que su novia poseía, cada minuto e insignificante momento de contacto físico que solían compartir. Había echado de menos la forma en la que Ana frunciría su ceño cuando estaba confundida, cómo encogería su nariz adorablemente cuando estaba nerviosa o cómo haría pucheros en un intento de salirse con la suya. Había echado de menos la forma en la que Ana la miraría, la forma en la que sus ojos se iluminarían malévolamente cuando estaba planeando algo, la forma en la que su pequeña mano había encajado tan cómodamente en la suya.

Durante las últimas seis semanas había sido incapaz de trazar la cicatriz sobre el ojo izquierdo de Ana como solía hacerlo, había sido incapaz de jugar con los dedos de su novia como de costumbre, besar sus suaves labios tiernamente o acariciar su mejilla delicadamente con su pulgar. Todas las costumbres subconscientes que habían desarrollado, todos los pequeños consuelos cuando estaba preocupada, estresada o agitada. Todo ahora perdido; como Ana.

Echaba de menos todas esas cosas y una multitud más sobre su novia, pero, mayormente, simplemente la echaba de menos, echaba de menos a Ana. La echaba de menos cada día. Echaba de menos todo lo que Ana era, todo lo que había llevado a su vida, la forma en la que la había enriquecido a mejor, la forma en la que su futuro parecía menos desolador cuando se la imaginaba a ella en él.

Se echaba de menos a sí misma también; la persona que era cuando Ana estaba con ella, la forma en la que se sentía cuando estaban juntas. Echaba de menos la manera en la que su cara le dolería porque estaba constantemente sonriendo, la forma en la que Ana conseguía suavizar su dureza hasta que virtualmente no hubiera nada, la forma en la que la hacía feliz.

Mimi realmente echaba de menos ser feliz.

Deseaba poder hablar con Ana otra vez de la manera que solían hacerlo. Echaba de menos sus profundas y significativas conversaciones y sus bromas alegres. Deseaba que pudieran quedarse despiertas toda la noche hablando de sus esperanzas, sus sueños, y su futuro como hacían antes, antes cuando las cosas estaban mejor, antes cuando no se había dado cuenta del alcance de los problemas de Ana, cuando aún estaba viviendo en una feliz e inconsciente negación. Si ella pudiera tan solo hablar con la morena, le diría que solo tenía una esperanza ahora; que sería que volviera a ella. Le contaría su sueño solitario; para ellas estar juntas, para finalmente estar reunidas una vez más. Eso era lo que ella quería, todo en lo que podía pensar y no creía que estuviera pidiendo demasiado al universo para darle un respiro en respuesta a todo por lo que habían pasado juntas como pareja.

El día que Ana dejó la ciudad ella se había quedado en la cama; demasiado deprimida para ir al instituto, demasiado molesta para caminar por el mismo pasillo donde se habían conocido, para pasar por la ahora vacía taquilla de Ana o sentarse en los mismos sitios donde normalmente lo hacían durante las clases que compartían, la de al lado ahora dolorosamente y obviamente vacía ante la ausencia de Ana. No podía recordar otro tiempo en su vida entera en el que hubiera llorado tanto como lo hizo ese primer día. Se había sentido como si se estuviera ahogando de la fuerza de sus sollozos, de toda la pena que la abarcaba y que había experimentado desgarrando sus adentros en pedazos violentamente, haciéndola sentir náuseas y mareada.

Guerras y TribulacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora