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Se podría decir, que mi vida no era la más normal. Siempre estoy solo, y si bien es cierto de que todos en la vida vamos a estar solos, podía contar con los dedos las palabras diarias que decía. Hola, adiós, perdón, gracias, con permiso. Es todo lo que varias personas escuchan de mi parte. Las palabras para mi sobran, así que en realidad no hablo demasiado. Mantengo mi boca cerrada, y aunque no se crea, es más beneficioso.

Es difícil de explicar el porqué las pocas palabras que digo. Siento que las personas no me tomarán en cuenta, así que me presento con total indiferencia, sin tomar afecto a nadie. Es por esto que no tengo amigos, y es normal, ya es cosa de mi persona, algo que a estas alturas de soledad no puedo manejar, por más que intente ser amable, o más cercano, simplemente no puedo; es una cosa que viene conmigo. Y no cambiaré por alguien, para que me miren de diferente manera.

Sí, quizás me quede solo, sí, puede ser posible. Pero no lo encuentro tan terrible. Siento que es mejor estar solo que con gente que te hace daño. No tiene sentido, no le encuentro, simplemente no lo tiene. ¿Pasarlo mal mientras esas personas te apuñalan sin darte cuenta?

Como pequeños bichos que se adueñan de tu cuerpo, manipulando nuestras personalidades, moviéndonos como títeres en un teatro. Podemos llegar a hacer cosas que antes no pensamos hacer. Es normal, seguir al rebaño es la costumbre de todos, hacer lo que la mayoría hace, decir las mismas cosas. Sin poder innovar, sin poder cambiar, sin nada que hacer. Eres llevado por los demás en vez de por ti mismo.

Así que sí.

La soledad siempre va de la mano conmigo. ¿No?

Nada de malo en eso, es algo que no está mal.

Hoy, en especial iba a clases, más animado de lo normal, con las manos en los bolsillos y mi mochila sobre el hombro. Caminando sin apuro. Llegando a la puerta de la escuela. Mi estómago se apretó y una brisa helada pasó por mi rostro al detenerme. Ellos estaban ahí, los cuatro, el chico que ayer me sacó del lugar, y los otros tres que me acostumbraban a lugares oscuros, fríos y húmedos como lo es el sótano. Mi corazón de seguro dio un paro, o terminó en mi estómago de lo nervioso que me puse.

Sentía mis manos sudar, mi garganta seca y saliva tratando de pasar al sentir esto. Me aferré las correas de la mochila a mi espalda, y salí corriendo para pasar de largo, fuera de su vista.

El chico compasivo de ayer, me sonrió mientras distraía a los otros chicos. Pero uno de ellos se dio cuenta, rieron, y se acercaron a mi.

Aquel chico de cabello castaño, se acercó a mi, tomó mi brazo, interponiéndose entre mi y los golpes inminentes que llegarían a mi, o las risas burlescas que ensordecían mis oídos.

—Déjenlo en paz, no es necesario hacerle daño.—Dijo casi gritando, con su voz más grave.

—Mingyu... Por esto dudé en aceptarte acá. No vales la pena. Deja de proteger a huesitos, no vale la pena. Lo que sí vale la pena, es dejarlo encerrado para que no le haga daño a nadie.—Empujó a el chico, ¿Mingyu? no lo sé, mi corazón ahora mismo estaba demasiado acelerado entre la tensión que ambos habían forjado en una guerra civil que fue disuelta en un chasquido.

—Creo que esto no surgió nada más que por tu culpa, Jung.—El castaño me señaló un escape, mientras ellos discutían. Pero no sería un cobarde, no me quedaría ahí, no me quedaría mirando como él me defendía, cosa que yo no podía hacer. Alzaría mi espada junto a él, no correría.

—En verdad...—Dije con voz baja pero grave. No me prestaban atención, así que me ahorré todo tipo de grito.

—Váyanse a clases. Yo me encargo de él en el recreo. Y-Yo me ocupo de dejarlo allá.—Mis esperanzas de su buen compasión se fueron. Sentía una traición en mi pecho, una puñalada en mi esperanza. Sólo tomé mi mochila otra vez, aferrándome a ella, como si se fuera a caer junto a mis esperanzas de tener un recreo al fin normal.

Los chicos con mirada despectiva, se alejaron, mientras el tal chico traicionero, sólo me miró con cara de tristeza. Con palabras en la garganta, lo miré triste. Era mi única esperanza después de todo, me sentía con un rayo de luz luego de lo de ayer. Quería que se repitiera. Las clases ya habían empezado, pero la profe no había llegado. La clase de química en la mañana me daba sueño, pero no me importaba, era mejor prestar atención a que llorar por mi miedo a el recreo. Quería irme, quería tomar mis cosas, cruzar las puertas y ser feliz, libre de todo aquel mal que me poseía las buenas vibras de felicidad que pocas veces prendían en mi cabeza.

La clase terminó en un chasquido. Todos salían, la profe de seguro arrancó al escuchar los pasos rápidos de la clase salir de las cuatro paredes. Pero yo, a mi excepción, no quería salir. No tenía ganas de levantarme y enfrentar lo que había fuera de el aula. Un toque a la puerta me alertó.

—Oye...—Dijo una voz más o menos reconocible. Levanté mi vista de mi pupitre.—Es hora de ir, ya sabes...—Apuntó afuera, estaba recargado en la pared.

—¿En serio tienes que seguirlos? ¿No tienes neuronas o qué?—Me levanté, mientras él suspiraba.

—Sí que las tengo, en primer lugar, me tienen amenazado si te dejo salir como ayer. Sí se enteraron después de todo.—Confesó con un aura de tristeza.—No quiero hacerte daño, pero no quiero salir herido tampoco.—Caminamos, mientras algunas personas nos miraban raro, chicos que me conocían por ser golpeado varias veces en los baños, o siendo amenazado en pleno pasillo de la escuela, entre otras ocasiones que me generan varias escenas desagradables en mi cabeza.

Llegamos. Con pasos reverberantes en la pared, bajamos. La puerta corrediza de metal fue abierta con las llaves que llevaba en el bolsillo. Sin luchar, me quedé dentro. Había una gotera, ayer había llovido, y el sonido me estaba provocando una especie de temblor en mis manos. Me sentía intranquilo, en especial cuando escuché el chirrido de la puerta deslizarse sobre los rieles especiales para esta, cerrándose dejándome sin aire en los pulmones.

Ya no había salida. Prendí la lámpara, y tomé una libreta. Comencé a escribir un cuento, de unos dos párrafos. No tenía mucha imaginación, sobre todo de que me sentía tan solo, que se me dificulta hacer escenarios imaginarios o crear historias especiales en un lugar tan penoso como este.

Mi pecho ardía en pena, en un sentimiento de dolor que me daba una sensación insaciable de un abrazo apretado. Hace tiempo no sentía una abrazo de esos. Sólo los sentía al abrazarme la soledad, pero eso no contaba.

Mis lágrimas al ver como mi libreta estaba sin hojas. Una frustración se apoderó de mi. Lancé aquella libreta a una pared, rebotando, cayendo rendida por aquel golpe cerca de mis pies. Se deslizaron cerca mío, para acercar las rodillas a mi pecho, para poder llorar tranquilo, más cómodo en el frío suelo.

Las lágrimas me dolían, la garganta me raspaba como una lija en este lugar. Mis manos temblaban, no sabía como descargar aquella frustración. Me levanté, pateando todo lo que encontraba. Golpeaba las repisas que estaban vacías, unas cosas que almacenaban hace muchísimos años, pero que habían sido olvidadas, al igual que yo. Estábamos en el sitio indicado, en el lugar de los olvidados. ¿Era mi culpa ser un mueble viejo? No tenía ninguna culpa de tener un peso menor al de todos. No era mi culpa subirme a una báscula, viendo así los números bajando, sentía mi mundo desvanecerse al subirme a una pesa. Era sin sentido, pero me dolía, por más superficial que sonara. Me odiaba, odiaba el no poder ser como los demás, reír, tener amigos, conversar, almorzar con gente que ría o disfrute conmigo. ¿Era demasiado complicado ser normal? ¿En serio tengo que cambiar para ser querido por alguien? No quiero hacerlo, quiero ser yo, quiero mantenerme como quiero.

Pero tampoco quiero ser olvidado como estos muebles en un sótano bajo la tierra.

-Body-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora