Prólogo

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-Nate-

Ocho semanas atrás...

Mi vida no era un desastre. No. Directamente, era una mierda.

Mi jefe me había llamado para decirme que no fuera a trabajar, que no había suficiente trabajo para los dos hoy. Lo que suponía menos dinero a final de mes para pagar las deudas del imbécil con el que se casó mi madre.

Genial.

Ahora debería de buscarme algunos trabajillos para suplir ese dinero, al menos, si quería poder pagar el agua y la luz.

Cogí las llaves de la moto y salí del piso, no aguantaba un minuto más allí.

En realidad, no sabía por qué permanecía en aquella casa que nunca había considerado mi hogar y que compartía con aquel borracho. Antes soñaba con escapar pero, ahora, sentía como si unos hilos tirasen de mí y me impidieran salir de este pueblucho que no me había traído nada bueno. Sentía que podía hacerlo: abrir la puerta y largarme. Pero algo siempre me detenía. Bueno, más bien, alguien.

Dalia.

La única persona que había visto algo de luz en mi permanente oscuridad. La primera persona que vio detrás de mi chupa de cuero y la moto, la que se preocupó por aquel niño que había crecido sin madre y bajo la tutela de un padrastro que nunca se ocupó de él. Es verdad que mis amigos se preocupaban pero no al nivel de ella. Ellos se contentaban con un "estoy bien" mientras que Dalia no. Ella no dejaba que me hundiese, era mi ancla. Solo con una sonrisa era capaz de volverme amnésico, algo que antes solo lograba la fiesta y el alcohol.

Resumiendo, era lo mejor que me había pasado y todavía no me lo creía. Las chicas como ella no acababan con chicos como yo, eso solo pasaba en las películas. Los chicos «malos» no tenían su "comieron perdices" con chicas buenas, ellos como mucho veían desde lejos como un idiota con ínfulas de príncipe azul se casaba con la chica que lograba revolverle las entrañas. Normalmente, nosotros éramos todos esos sapos que la chica debe besar hasta encontrar el indicado, pero eso no había sido así con Dalia. No. Con ella, todo se sentía correcto. Incluso el momento en el que nos conocimos parecía sacado de una de esas pelis romanticonas que mi amiga Julie me obligaba a ver cuando iba a su casa a desahogarme después de una bronca con el borracho. Sonreí al recordarlo.

Casi sin darme cuenta, había recorrido el largo trecho que separaba mi piso y la cafetería donde había quedado con mis amigos y Dalia. Era una de las cosas que más me gustaba de tener moto, el tiempo que ahorraba.

Aparqué la moto, me quité el casco y, a través de las ventanas, me fijé en que, como siempre, era de los últimos en llegar. La puntualidad no era lo mío, para qué iba a engañarme.

Nada más entrar, mis amigos debieron percatarse de mi humor porque solo me miraron un segundo que les bastó para saludar y volvieron cada uno a lo suyo. No me importó, total, no tenía ganas de conversaciones sin sentido, pero el hecho de quedar ya era una excusa para salir del piso. Busqué con la mirada a Dalia, no la veía por ningún lado. Estaría en el baño; su chaqueta estaba colgada de una de las sillas.

Cogí la silla más cercana a mí y arañé el suelo con ella ganándome una mirada molesta del resto de clientes de la cafetería. Por un segundo, todas las voces enmudecieron y el único sonido que resonaba el lugar era el que provocaba yo. Eso no me hizo titubear, es más, me tomé mi tiempo para colocar la silla cerca de la pared, solo entonces me dejé caer.

Los minutos pasaban y Dalia no aparecía, ¿qué coño estaba haciendo en el baño?

Casi sin darme cuenta, las pequeñas gotas que habían empezado a caer a mi llegada al local se convertían en una lluvia torrencial que logró ponerme de mal humor. ¿Y la moto? ¿Qué haría con ella si seguía lloviendo así?

Almas entrelazadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora