Capítulo 20

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-Nate-

Por la noche, fui a buscar a mi amigo y ver si el destino me había dado una tregua y la cita había sido tan horrorosa que no quisiera repetir. Pero no había sido el caso, mi amigo nada más llegar a su habitación, suspiró dejándose caer contra la puerta y se echó a reír como si fuera protagonista de una película romanticona. «Gracias, destino, yo también te quiero». Casi lo podía escuchar diciendo que de nada.

En definitiva, lo de Kay no era un capricho.

Conocía a mi amigo y reconocía cada gesto suyo o mirada. Ese es el problema de tantos años juntos, incluso reconocí sus calzoncillos de la suerte cuando se quitó los pantalones para ponerse el pijama. Era tan predecible. Kay no era un rompecorazones, pero era lo bastante guapo como para llamar la atención y el hecho de que él nunca hubiera mostrado verdadero interés por ninguno de ellos (tanto chicas como chicos) lo había vuelto inaccesible a sus ojos. Un ángel caído, ahí con ellos, pero a la vez muy lejos. Me alegraba que conociera a alguien que, de verdad, le hiciera tilín aunque, ¿por qué tenía que ser esa endemoniada pelirroja? ¿No había suficiente gente en el mundo para que tuviera que gustarle la chica que justamente buscaba fastidiarme mi vida pos mortem? Por lo visto, no.

Lo observé dejarse caer en la cama y dormir, el tío realmente tenía un don para eso. Cualquier superficie le valía. «Quizá tiene a Morfeo también loquito por sus huesos». ¿Y quién no?, esa sería la respuesta prototípica de Kay. Y el muy desgraciado tenía razón, te gustasen los hombres como si no, tenías que reconocer que era un Adonis.

Miré el reloj de su mesita, las once. Aún me quedaba mucha noche por delante.

Hora de vagar de un lado a otro.

**********

Había cumplido mi promesa de no pasar las veinticuatro horas del día con Dalia, pero siempre me dejaba un par de horas para estar cerca de ella u observarla desde la distancia. Aiden no podía creer que sencillamente podía solo dejar de verla, pero poco a poco. Cada vez el tiempo se reducía más, lo que me dejaba más tiempo para pensar (algo que no era tan bueno como los malditos filósofos prometían).

Los días pasaban y todos, incluida Dalia, parecían estar ya en la línea de la última fase del duelo: la aceptación. Cada uno a su manera, pero, al menos, ya no se pasaban el día «lloriqueando por las esquinas» (palabras de Karla, no mías).

Me aparecí en la habitación de mi chica.

Como siempre, su habitación estaba limpia y ordenada. Todo lo contrario a mi vida que era un caos. Éramos como el yin y el yang, o eso me gustaba pensar. Ahora entendía que sin esos hilos manipulados nunca habríamos congeniado y eso dolía, porque, por una vez en mi vida, me sentí merecedor de algo. Pero no era así. Mi esfuerzo no había dado frutos, los habían cogido de otro árbol y puesto en mi cesta.

El sonido de la puerta al abrirse hizo que saliera de mis pensamientos y vi salir a Dalia del baño con un mono rojo que reconocí al instante. Era el que llevó para el aniversario de veinticinco años de casados de sus padres, esa fiesta donde me colé y ella pasó desapercibida gran parte. Fue una buena noche.

— Venga, Dalia, solo es un trozo de ropa. —Se animaba mirándose en el espejo colgado de su puerta—. Nate está aquí —dijo señalándose el corazón—, no en una prenda de ropa.

Aunque intentaba convencerse, veía como sus ojos se humedecían cada vez más. Quizá la recuperación no era tan rápida como había pensado y deseado, superar la muerte de alguien no era tan fácil. Cuando perdí a mi madre, era muy pequeño para recordarlo y el resto de personas de mi vida que habían fallecido no eran realmente entrañables, así que no sabía realmente lo que se sentía. Pero esperaba que pudiera superarlo, pasito a pasito.

— Es demasiado pronto —reconoció agitada mientras se quitaba el mono y cogía un vestido cualquiera del armario—. Algún día. —Se prometió mirando el mono.

«Lo siento mucho, mi amor. Fui un idiota y lo seguiré siendo, pero te juro que nunca quise hacerte daño».

Me estaba acercando para acariciarle la cara, algo que nunca me había atrevido hacer desde mi condición de fantasma, cuando el sonido de unas ruedas frenando en seco y un ruido sordo después le puso los pelos de punta. Salió corriendo para averiguar qué había pasado y yo me aparecí abajo justo antes de verla aparecer por la puerta, beneficios de estar muerto.

Un chico que iba en bici se había caído. Tampoco era el acontecimiento del siglo, pero había un montón de gente allí parada sin hacer nada. ¡Viva la humanidad!

Dalia se acercó a socorrerle, el chico estaba consciente y hacía el esfuerzo por levantarse. Se había levantado toda la piel de la rodilla y por la forma en la que movía el brazo solo había dos opciones: se lo había roto o se lo había torcido, pero yo apostaba más por la primera.

— ¿Estás bien? —preguntó preocupada mi chica, cuando el chico asintió y viendo que nadie hacía nada, gritó que alguien llamara al jodido número de urgencias. Las situaciones tensas sacaban lo peor de ella—. Ahora vendrá la ambulancia, no muevas mucho el brazo, creo que te lo has roto y la pierna debe dolerte mucho, eh. —El chico forcejeó con el casco y Dalia le ayudó a quitárselo— ¿Paul? ¿Eres tú?

— ¿Dalia? —Paul intentó incorporarse, pero mi chica le advirtió que no lo hiciera—. ¿E-El niño está bien?

¡¿Qué niño?! Mire a mi alrededor y, en efecto, allí estaba. Un niño sentado en el césped mirando con terror el estado del chico, mi chica le dijo a Paul que ahora volvía y fue a ver si el niño había sufrido algún daño. Pero estaba en perfectas condiciones, el chico había frenado antes de que pasase algo grave. Dalia volvió con él y le dijo que el niño solo tenía un buen susto, pero nada más.

— Menos mal, después de la caída, si le hubiera hecho algo no me lo habría perdonado. —Paul hizo un intento de risa que no fue una gran idea porque al instante se encontraba haciendo una mueca de dolor. Mi chica se asustó.

— ¡No te rías! ¡Y no te muevas más! —añadió al ver que el chico volvía a intentar levantarse—. Si te has hecho daño en las costillas, lo mejor es que permanezcas quieto.

Paul decidió hacerle caso porque ya no movió ni un músculo hasta que vino la ambulancia, antes de que lo subieran y se lo llevaran, dijo:

— El destino tiene formas curiosas de juntarnos. Primero la despedida de Nate y ahora, esto. Parece que nos quiere decir algo.

— Sí, que vivimos en el mismo pueblo. Anda cállate, voy a acompañarte al hospital hasta que llegue alguno de tus padres.

¿En mi despedida? No recordaba haberlo visto. ¿Se habrían visto después? Muchas preguntas se formaban en mi cabeza. ¿Lo peor? Que solo una me atormentaba. ¿Podía tener el chico razón?

¿El destino estaba hablándome? 

Almas entrelazadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora