Prólogo

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La única luz que tenía, provenía del cigarrillo entre mis dedos.

Fuera, ya era casi de noche y mi barrio era tan aburrido que podía imaginar a todos mis vecinos cenando para irse a dormir temprano. Así como todos los días, la misma rutina, todas las familias reunidas en la mesa del comedor, compartiendo lo que había hecho cada uno, mientras la comida casera pasaba de plato en plato...

Puse los ojos en blanco. Todas las familias, la mía no.

De hecho, la última comida casera que había probado, era en casa de mi amiga Camila, que vivía a tres calles de distancia.

La mía no era una casa como las otras, no.

―Me voy− dijo Amalia entrando intempestivamente a mi habitación, casi golpeando la puerta contra la pared con el impulso. ―Te dejo lo que quedó de pizza en la heladera para que lo calientes, no te quedes hasta muy tarde, mañana tenés escuela.

Otro portazo y el sonido de sus tacones escaleras abajo.

El auto como de costumbre, no encendió a la primera, pero cuando por fin lo hizo, el alivio llenó mi cuerpo y volví a tragar el humo de mi cigarrillo cerrando los ojos. Paz, por fin.

Me reí con sarcasmo, llenando el silencio. ¿Que me acostara temprano? Eso era nuevo, quién sabe, tal vez hasta empezaba a preocuparse por mí para variar.

Me desaté con desgana los borceguíes y de dos patadas los quité del medio, haciendo caer la pila de apuntes y libros que había tirado al volver de clases.

Podía hacer una siesta antes de cenar... − pensé mientras chequeaba mi celular. Al parecer esa noche no había nada más interesante para hacer.

No había fiestas, Marcos no me había contestado los mensajes, y hacer la tarea no era una opción. No estaba tan desesperada.

Abrí la ventana para hacer entrar un poco de aire fresco a mi viciada habitación y justo cuando estaba por volver a mi cama, unas luces al final de la calle me llamaron la atención.

Un auto de alta gama acababa de acercarse y se estacionaba en la casa del lado. La casa de los señores Almeida, la misma que llevaba desocupada por semanas, desde que la adorable pareja de ancianos se había mudado a Estados Unidos. Florida, me había enterado por Camila que chismosa, no se perdía detalle de lo que sucedía.

La versión que todo el mundo sabía, era que se habían ido para vivir cerca de su hijo ahora que los había hecho abuelos. Para ver crecer a su nieto, y toda esa mierda...

Pero yo sabía que había mucho más en esa repentina decisión. Sonreí. Puede que al fin se hubieran cansado de sus vecinas; de que su correo desapareciera misteriosamente, de siempre encontrar colillas de cigarrillo en la piscina, o de que el señor Almeida casi sufriera un infarto al verme totalmente desnuda cuando inocentemente salía de ducharme.

Corrí las persianas para no ser vista, y me arrodillé en el asiento que tenía bajo la ventana.

Del brillante vehículo, se bajó una pareja rubia de mediana edad, cargando bolsas y cajas hasta la entrada. Del asiento trasero se bajó un chico, rubio también, tan parecido a ellos que no cabía dudas de que se trataba de su hijo, y solícito, los ayudó con el peso entre risas y comentarios alegres. Todos vestían ropa cara por supuesto, y venían peinados como sacados de un anuncio de los años 50.

Qué carajo... arrugué la nariz.

―Thiago, ayuda a tu madre con la puerta. –pidió el patriarca y el muchacho hizo caso con un asentimiento. La señora, agradecida, le dejó un beso cariñoso en la mejilla, abriéndose paso a su nueva vivienda. Nunca había visto a una familia comportarse así.

1 - Perdón por las mariposasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora