27 - No hay vencidos ni vencedores

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La batalla seguía bajo la lluvia de aquella jornada de verano.

El chambelán indefenso y sin poder levantar su enorme cuerpo del polvoriento suelo, aún intentándolo decenas de veces, presa del pánico, fue socorrido por de Rais y la Hire. Este último se estaba acercando a ellos después de muchas horas de combate, pues ya pasaba de mediodía en el momento en que la Trémoille había caído en su demostración mediocre de guerrero.

—¡Dios os bendiga a los dos!—gritó el hombre al borde de unas lágrimas que solamente el orgullo impidió salir.

—¿Cómo demonios se os ha ocurrido semejante insensatez, señor?

—Yo solo...

La cara de pocos amigos de Gilles le hizo callar sintiéndose muy estúpido.

Tras dejarlo en un lugar a salvo, la Hire se arrojó contra un adversario al que venció enseguida desarmándolo con un golpe en la cabeza con su gran espada. Cerca de ellos apareció un inglés armado con un hacha, que descargó contra d'Aulon.

Él la esquivó agachándose, pero el enemigo le dio una patada en la rodilla y tuvo que retroceder ante la fiereza del ataque. Jean volvió a esquivar la espada del inglés y, cogiendo impulso, golpeó con su escudo la cabeza de su enemigo. Inmediatamente, propinó un puñetazo en la nariz deforme del otro hombre.

Este dio un grito de dolor pero, no por el golpe del guerrero, sino porque una flecha lanzada por los ballesteros franceses se le había clavado en la espalda. Dos segundos después, el contrincante se desplomó sin vida.

René d'Anjou peleaba fuertemente contra un caballero borgoñón. Entrechocaron sus espadas y forcejearon. El enemigo sacó un puñal con la mano libre e intentó clavárselo, pero el joven duque se agachó con su escudo en alto y, con una velocidad fugaz, clavó su arma en él, atravesándolo de muerte.

Jehanne y d'Alençon luchaban juntos. El hombre clavaba su lanza en todos los enemigos que se le oponían.

La guerrera desarmaba y golpeaba a sus adversarios con la suya. La mayoría de veces incluso les hacía rodar por el suelo sin escapatoria.

Tras largas horas, los combates cuerpo a cuerpo seguían siendo demasiado fáciles, pues eran pocos los del bando anglo-borgoñón que salían de su barricada.

Jehanne había intentado hacerles salir de muchas maneras diplomáticas, pero ellos se negaban siquiera a retirarse pacíficamente y sin ningún prisionero.

Así que al ver que ya era casi de noche y nada avanzaba en aquel enfrentamiento interminable, la Doncella se negó a seguir siendo educada y montando en su nuevo caballo blanco, empuñó su estandarte arremetiendo contra las púas de madera que cobijaban a sus enemigos.

Entonces, volvió a suceder algo en una batalla después de mucho tiempo.

El aire se hizo menos denso, el olor de la sangre se vio borrada por el aroma del bosque de robles, una luz blanca brilló ante sus grandes ojos dándole una paz inmensa. Allí estaban, Santa Catalina con sus ropas alejandrinas y una hoja de palma cuyo frescor le llegaba a Jehanne al alma. A su lado, San Miguel con sus ropas de azul y cuero, tenía un semblante tranquilo, y era más visible de lo que había sido en los últimos dos meses.

El arcángel empuñó su lanza al mismo tiempo que la santa levantaba su espada, y Jehanne comprendió el mensaje: desde la coronación no obedecía al designio de Dios, pero ahora al menos, tenía sus bendiciones para continuar en su papel de guerrera vestida de armadura.

Cuando la visión se esfumó, la joven continuaba golpeando la trinchera del enemigo y, en seguida, se le unió Louis de Coutes y su hermano Jean. Les siguieron de Rais y Dunois, y después de varios empellones, la estructura de madera cedió dejando al ejército anglo-borgoñón por fin delante de ellos para la batalla cuerpo a cuerpo.

Todos lucharon con fiereza, hubo grandes hechos de armas y muchos heridos de ambos bandos. Y aún así, siendo ya casi media noche, la contienda continuaba sin fin.

Hasta que la poca paciencia de Charles VII y la sensatez de sus consejeros, hicieron que los franceses ordenaran una retirada para dormir. Ya retomarían la batalla a la mañana siguiente, quizás con una nueva estrategia ahora que los enemigos estaban por fin libres de barreras.

—No me lo puedo creer—dijo la Hire a primera hora de la mañana, cuando todos los que habían pasado la noche cerca del campo de batalla se disponían a tomar de nuevo las armas—. Esos hijos de perra se han retirado, también. ¡Se marchan hacia Paris!

—Eso sería una buena noticia—añadió Alençon—, pero me temo que es peor que eso: han retomado Senlis y se disponen a intentar reconquistar más ciudades por la fuerza de camino a la capital.

—Es demasiado tarde para perseguirles, ¿verdad?—preguntó el joven mariscal con un gesto de rabia.

Todos sabían que era así. Por eso, cuando el rey y el resto de hombres se unieron a ellos desde Montépilloy, decidieron regresar a la ciudad de Crespy para reunirse y crear algunos pactos antes de retomar las armas.

****

Philippe el Bueno estaba todavía sorprendido por el sí que le había dado el regente John de Lancaster para firmar una tregua con Francia. Si bien era cierto que Bedford estaba más preocupado por la Normandía cada vez más debilitada que no por Paris, era la primera vez que el duque borgoñón tenía carta blanca para decidir sobre algo bélico.

Él quería la paz con Charles VII a pesar de fingir lo contrario ante el regente inglés, quien le tenía demasiado asustado ante lo que podrían hacerle los franceses.

—Es lo mismo que ha hecho John de Lancaster con los parisinos—le explicaba el conde de Vedôme al rey—, hablarles a todos, desde el más rico al más pobre, de cómo el rey recién coronado en Reims les quitará todo lo que tienen, ordenará violar a sus mujeres e hijas y se paseará sobre sus cadáveres con la mujer endemoniada, según ellos, que es la Doncella.

—Por lo tanto, ¿podemos fiarnos de Philippe el Bueno?

—Creo que sí. De todos modos, es solo una parada de las armas hasta Navidad.

Charles intentaba hacer caso a otros favoritos que no fueran la Trémoille, pero le costaba mucho trabajo. Vendôme acababa de recibir el título de gobernador de Senlis, tras retomar la ciudad de nuevo. Dudaba de la sinceridad de un hombre que acababa de sacar algo poderoso de él.

—No debéis preocuparos por Bedford, señor—le intentaba convencer uno de los nobles enviados por el duque de Borgoña para llegar a un acuerdo—, está demasiado preocupado por perder Normandía ahora que sus habitantes son cada vez más simpatizantes con vos.

Aquello era gracias al condestable Richemont que había sido enviado allí ante la prohibición de acudir a la coronación. Era una contradicción ante los consejos de la Trémoille, pero Charles seguía siendo el hombre de veintiséis años pusilánime y que se dejaba manejar.

Y los gritos del pueblo de Beauvois aclamando ‹‹¡Viva Charles, rey de Francia!›› continuaba resonando en su cabeza como la más dulce de las melodías.

—Acepto la tregua sin batallas hasta Navidad—dijo finalmente el rey francés.

Firmaron los documentos necesarios y los dos enviados por el duque Philippe regresaron con la buena noticia de aquel inicio de muchos más pactos de paz.

Era todo lo contrario de lo que quería Jehanne. Ella sabía que por mucho que hubieran conseguido el amor de tantas ciudades en el Loire y la Picardie, sin tener las llaves de Paris, nada era seguro. La seguridad de tener las riendas de Francia era lo único que importaba.

Y por suerte o por desgracia, los soldados franceses querían más a su capitana que a su rey.

Justo en el momento de aquella firma entre franceses y borgoñones, la guerrera lloraba una vez más en la soledad del campo. Tantos meses en la guerra y aún no era capaz de ver tanta muerte y sangre.

Su corazón era el de una guerrera valiente y fuerte. Y a la vez, se veía herido por cada sangre enemiga derramada en las innumerables batallas de las que había formado parte.

Lluvias y flores sobre FranciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora