12 - Toda Francia cree en ella

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Charles miraba a su cuñado sin dar crédito a lo que decía. Los dos hombres jóvenes estaban reunidos aquella noche en los aposentos del Delfín, hablando sobre el nuevo rumbo que estaba tomando la guerra de su reino en los últimos días gracias a la intervención de una mujer campesina, ahora convertida en guerrera.

—Fue más sencillo de lo que crees— explicó René d'Anjou—. Ya sabes que sé cómo alterar y guiar los sueños.

—¿Los sueños de quién? ¿De Jehanne? ¿O los de mi confesor?

—Los de Jehanne— René tenía más paciencia que nadie para tratar al rey de pocas luces que era Charles—. Así desvelé tu confesión. Y así ella llegó a ti ya bien informada de todo.

—Me dejas de piedra... ¿Y qué me dices de cuando me reconoció entre la multitud? ¿Eso también fue obra tuya?

—Por supuesto. Tuve una buena idea al hacer brillar esa cruz en tu pecho.

—¿Hacer brillar la...? ¿Pero cómo demonios hiciste eso?

—Ya sabes que tengo mis métodos para la química— el hijo de la reina Yolande sonrió—. No te apures, no fue peligroso para nadie.

—Bueno, en fin. Todo parece dar sus frutos. En poco tiempo Orleans logrará salir de su asedio gracias a La Doncella.

—Eso es lo mejor de todo. Ella estaba destinada a hacerlo desde que nació y, aunque tardó muchos años en saberlo, al fin llegó el momento. ¡Pondrá fin a esta guerra interminable, Charles!

—Y las noticias que vienen desde Orleans son muy buenas— añadió el Delfín cada vez más seguro de sí mismo—, tanto, que todos creen que el fin del asedio será en muy pocos días.

Los dos hombres se sentaron, satisfechos, y bebieron un poco de vino mientras conversaban un rato sobre sus últimas experiencias en sus vidas privadas.

El Delfín acababa de instalar a su amante oficial, Agnès de Sorel, en un castillo de su propiedad situado lo bastante cerca para visitarla de vez en cuando y, al mismo tiempo, lo suficiente lejos para tenerla a salvo de la guerra.

Por su parte, René le puso al día de sus últimas lecturas de libros de historia y también, en voz muy baja y en confidencia, sus últimos avances en la astrología. De puertas para adentro, todos sabían que el hermano de la reina francesa se dedicaba a esas actividades, igual que a otros métodos de adivinación y la alquimia. Pero de cara a la galería nadie podía saber eso porque, aunque era algo digno de admiración tener tanta cultura, a la Iglesia, esos comportamientos no eran para nada bien vistos.

—¿Le enseñaste a Jehanne alguno de tus propios libros?

—Justo el último en el que trabajé hace unos días— respondió René—. Aquel que tuve que dejar de lado un tiempo para hacer la copia del encargo de de Rais. La verdad es que a La Doncella le gustó mucho.

—Lástima que no sepa leer...

—Eso puede arreglarse en cualquier momento. Mi madre misma puede enseñarle.

La puerta del gabinete sonó una sola vez pero, a esas horas silenciosas de la noche, los dos cuñados la oyeron.

Charles abrió y se encontró con el arzobispo de Reims, que lo saludó rápidamente antes de hablar.

—Mi rey, los ingleses han liberado al fin a vuestro...— Regnault habló nervioso—. A Guyenne.

—¡Más buenas noticias desde Orleans!— exclamó el Delfín girándose para elevar su copa de vino hacia René.

—Y, de nuevo, gracias a Jehanne la Doncella.

René d'Anjou dijo aquello levantando también su copa, sonrió, y la luna brilló de forma reveladora.

****

Jehanne despertó tan asustada que su corazón palpitó desbocado durante unos largos segundos. En sus sueños todo eran pesadillas, muerte y dolor, mucho dolor. Así que después de aquel último sueño horrible, la joven guerrera decidió que no volvería a empuñar un arma nunca más. De hecho, para eso era su estandarte, además de para recordar que era una enviada de los cielos.

Debería renunciar a luchar cuerpo a cuerpo y eso la desanimaba, pero era preferible a matar a gente.

Debían ser las cuatro de la madrugada y, por lo tanto, todos dormían en la casa de Jacques y Jeanne. La Doncella cogió la vela que estaba encendida junto a su cama, cuya llama estaba siempre alumbrando la alcoba para ahuyentar los miedos de la pequeña Catherine Boucher, y encendió con ella otra vela con la que alumbrarse hasta los aseos.

Salió al vestíbulo de la gran casa y entró al cubículo donde todos hacían sus necesidades. Cuando acabó, se lavó las manos y la cara en una jofaina situada junto a la cocina.

Después, quiso velar por Pierre y entró en la habitación que este compartía con d'Aulon, en el mismo pasillo de la segunda planta donde dormían ella y la niña de la casa.

El joven campesino dormía profundamente y a su hermana le hizo sonreír ver que lo hacía en la misma postura que de niño, en posición fetal y con los brazos abrazando sus rodillas.

Jehanne rezó por él y lo besó en la mejilla siempre afeitada, deseando lo mejor para él; iba a protegerlo pasara lo que pasara.

Jean d'Aulon dormía también tranquilamente en la cama de al lado. Aunque la guerrera se dio cuenta de que la bolsita con flores secas de su mujer, Hélène de Mauléon, que el hombre siempre llevaba con él, junto a su corazón, se le había caído al suelo. La recogió y se la colocó sobre el pecho, arropada junto a su mano. Jean tenía treintaiocho años y aún era joven, fuerte y vigoroso. Por eso ella no temía por él, sabía que sabía protegerse él mismo. Y, aun así, oró por él y su familia. Contaba los días para poder conocerlos a todos, su esposa y sus tres hijos nacidos de su primera mujer.

Jehanne salió de la habitación sigilosamente y quiso regresar a la cama hasta que amaneciera.

Pero el recuerdo de la última pesadilla se lo impidió. Ni siquiera las bellas palabras de su heraldo recién liberado, Guyenne, que le había agradecido sobremanera su intervención, pudieron dejar atrás toda la angustia. Antes de entrar en la alcoba, su corazón dio un vuelco, sus pensamientos se hundieron de nuevo en los ojos y manto azules de San Miguel, que cantaba en un bosque brumoso, y la joven se dirigió a la habitación donde su sacerdote personal dormía siempre solo.

Para su sorpresa, Pasquerel estaba ya en pie para empezar el día. Estaba leyendo una Biblia que había comprado en Chécy y había rastros de un pequeño desayuno sobre su mesilla de noche.

—¿Jehanne?— preguntó el cura mirándola sorprendido—. ¿Qué haces despierta tan temprano?

—No me siento bien, padre... Y creo que algo malo me va a pasar en breves.

—¿Qué te va a pasar? No puedes saberlo...

—No, no puedo saberlo, pero lo presiento—Jehanne hablaba con tanta convicción que Pasquerel temió también por ella—. Creo que me van a herir pronto. Con una flecha de los arqueros ingleses que cada vez me acechan más de cerca.

—Jehanne... Dios vela por ti. No creo que vayan a herirte tan fácilmente.

—Va a pasar, padre Pasquerel. No sé cuándo, ni si sobreviviré. Pero pronto la sangre brotará de mi cuerpo.

—Rezaré por ti, entonces. Más de lo habitual.

—Gracias— la guerrera bostezó—. No creo que vaya a poder dormir más por hoy. Me dedicaré a rezar también.

—¿Tanto rato?

—Sí.

Jehanne salió de allí, entró en su alcoba, se vistió con su doblete rojo y unas botas de piel fina, y se dirigió a la catedral de la Sainte-Croix. Rezó durante media hora y después se quedó dormida sobre el banco del templo cristiano sin darse cuenta.

Iba a ser un día duro. Pero los planes de batalla ideados por ella para aquel día darían sus jugosos frutos.

Lluvias y flores sobre FranciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora