30 - Abandonados

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Yolande de Aragón observaba a su nieta Radegonde, que jugaba con Jehanne, mientras su cabeza no paraba de darle vueltas a los sucesos tan radicales que habían tenido lugar en las últimas semanas.

Se preguntaba cómo su yerno el rey había podido rechazar todo acto bélico incluso llegando a prohibir que su primo Alençon y La Doncella se despidieran por última vez.

Sabía tan bien como él que de haber obtenido las victorias esperadas en Normandía, el duque hubiera ganado más dinero y adeptos en pocos días que todo lo obtenido por él mismo en meses. Pero eso no era suficiente motivo. La reina, siempre tan sabia y pragmática, conocía bien a Charles VII, pero por primera vez en sus veintiséis años de vida, el monarca estaba actuando por iniciativa propia. Después de tantos años siendo influenciable por los peores hombres de la cortes; después de haber ganado una corona gracias a la guerrera que ahora quería dejar de lado.

No le había hablado sobre ese asunto a nadie, salvo a su confesor, pero la mujer tenía miedo del rumbo que estaban tomado las cosas en Francia.

‹‹Ha abandonado su reino que tanto le ha costado conseguir. Ahora solo quiere volver a las fiestas y placeres de la vida, sin importar que Francia esté aún en peligro››.

Aquellas palabras, dichas por ella misma sobre su yerno, la habían abocado al borde de las lágrimas. Tan fuerte sin necesidad de empuñar una espada, Yolande temía por primera vez por la estupidez de Charles. Él ya no obedecía sus consejos, ni siquiera la escuchaba. La egolatría se había apoderado del joven rey y nada parecía hacerle cambiar de opinión.

Jehanne le hizo cosquillas a la princesa con una marioneta y la pequeña rió enérgicamente, llamando la atención de su abuela, sumisa en los tristes pensamientos.

—Mi Soberana, ¿estáis bien?—preguntó la joven levantándose con la niña de un año cogida entre sus brazos.

—Sí... Solo es un pequeño dolor de cabeza, nada grave.

No podía decirle que Charles había abandonado su reino. Aunque Jehanne sabía bien que el pillaje y las peleas sin orden estaban presentes en todos los lugares aún sin conquistar y en algunos ya conquistados.

—Señora... ¿Creéis que el rey cambiará pronto de opinión?

—Dios quiera que sea así.

‹‹Philippe de Borgoña no es un aliado sincero, mi yerno está totalmente equivocado con sus pactos con ese hombre››.

La mujer de más edad pensó aquello sin querer ocultar del todo sus sentimientos.

Mientras Jehanne todavía sostenía a la pequeña princesa entre sus brazos, Marie d'Anjou entró en la estancia saludando alegremente.

—¡Qué bien se te ve con mi hija! Serás una madre muy buena—la reina cogió a Radegonde para estrecharla dulcemente contra su pecho—. Tu futuro marido y tú podéis adoptar todos los chiquillos que queráis ahora que tu familia ha tomado el apellido de Lys.

—Ya se verá—respondió Jehanne con las mejillas tornándose del color de una rosa.

—Jehanne... Y para ti también, madre. Nunca me entrometo en los asuntos de mi esposo, pero os he oído hablar y deduzco que las cosas no van bien.

—Ay, hija mía—Yolande suspiró nerviosa—, creo que no es el lugar para ponerte al día de la política de Charles. Pero no te equivocas, las cosas no van bien.

Marie se sentía nerviosa, pues era una mujer más que prudente y jamás se había inmiscuido en nada que tuviera relación con el reino y sus políticas. Pero habían llegado a sus oídos los miedos del pueblo, los rumores ciertos sobre el abandono al que había sometido su marido a tantas zonas de Francia. También sabía de los robos y violaciones de los soldados de ambos bandos, ahora que los borgoñones no tenían contrincantes gracias a la tregua firmada.

Lo conocía bien y, aunque ahora todo era imprevisible en el rey, sabía que debía hacer en caso de que estuviera equivocado por su propia voluntad y no por las malas artes de alguno de sus hombres de confianza.

—Madre, si me cuentas todo, os prometo a las dos que haré algo al respecto.

—Mi reina, no, eso sería peligroso...

—No te preocupes, querida—Marie sonrió acariciando el fuerte hombro de la chica—. No hablaré directamente con Charles, sino con alguien cercano que puede ayudarnos más que nadie.

Cuando horas después, la reina, ya al tanto de todo, escribió una carta a la única persona que de verdad podía ejercer presión sobre el monarca: la inteligente y tan apasionadamente amada por él, Agnès de Sorel.

Ese acto tuvo sus buenos resultados una semana después.

Por primera vez desde que se habían conocido, Jehanne y George de La Trémoille estaban de acuerdo en algo: debían retomar las armas para defender su país. La guerrera lo anhelaba desde siempre, solo los deseos de su rey la habían frenado. El gran chambelán tenía sus propias razones para esa vuelta a la guerra armada, no menos necesarias, y entre él y Agnès pudieron convencer a Charles.

El Inglés se acercaba cada vez más al territorio donde el monarca y su corte vivían plácidamente. Abandonar las batallas para los pactos con los borgoñones no había sido buena idea, pues el enemigo había ganado tiempo para arrasar territorio armañac y recuperar algunas ciudades bajo su mando.

Tan de golpe como se había disuelto en Gien, la armada francesa volvió a formarse en la ciudad de Bourges el veintinueve de octubre, bajo el mando del joven Charles d'Albret quien, después de ocupar un lugar tan honorífico en la coronación, había ganado peso en importancia y dinero.

—¡Qué alegría volver a encontrarnos, Jehanne!—exclamó Gilles de Rais sin poder evitar un fuerte abrazo.

—Para mí también es un grato encuentro. Y más, teniéndoos a mi lado en esta vuelta a las batallas.

—¿Es cierto que escribiste a algunas ciudades partidarias de la causa armañac para pedir ayuda?

—Por supuesto—Jehanne sonrió alzando el brazo derecho hacía un granero cercano—. Y ahí al lado está su gran respuesta.

Caminaron hacia allí para encontrarse un cargamento bastante generoso de pólvora, flechas, ballestas y demás munición.

—Es suficiente para al menos dos semanas—dijo Gilles entusiasmado.

—Todas ellas enviadas por los ciudadanos de Orleans—le explicó d'Aulon mientras ayudaba a su compañera a cargar todo aquello en los carros—. También contaban con una cantidad aún mayor de comida para los soldados de la misma ciudad y de otras dos menos ricas, pero igual de agradecidas.

Todos querían ayudar al ejército de Francia.

No por su rey, que los había dejado de lado, sino por su heroína, Jehanne La Doncella, a la que tanto agradecían y querían.

Todos los soldados estaban contentos con aquella ayuda y con la idea de regresar al campo de batalla con su capitana, algo que abrumaba a la joven y encolerizaba a Charles VII.

Cada vez más gente se daba cuenta de que los franceses de todas las clases sociales apreciaban más a la guerrera que al rey.

Incluso el propio monarca, con su eterno despiste, se percataba de aquello, tan descontento como sus hombres de confianza.

Lluvias y flores sobre FranciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora