39 - Tomando decisiones

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El juicio oral fue tan repetitivo y lleno de injusticias como los interrogatorios. Acribillaron a Jehanne con las mismas preguntas una y otra vez, ella solo podía decir ‹‹sí›› o ‹‹no›› a la autenticidad de sus respuestas leídas por los secretarios judiciales. Tanto Manchon como Cauchon se ocuparon de que todo fuera tergiversado en los márgenes de los folios donde constaba todo el proceso. Con borrones, palabras tachadas y correcciones falsas.

Y la guerrera, a ratos enfadada a ratos más débil, siempre se mantuvo firme a su palabra. Ni una mentira ni frase añadida a lo ya dicho, tal y como había jurado tantas veces antes de cada sesión.

Al finalizar la última, que daría paso a las reuniones de la acusación para tomar una decisión firme, Jehanne se sintió muy agotada. Tenía ganas de llorar pero los calambrazos en el estómago y las manos, que se habían repetido levemente en los últimos días, se lo impidieron. Lo principal era llegar a su celda.

Por eso, al pasar por el pasillo que daba a la pequeña capilla del castillo de Rouen, se dejó llevar por el sonido del viento, que sonaba tan bello como la iglesia más perfecta a los ojos de Dios. Vio allí a sus dos santas, con los ojos llenos de amor y sus cabezas adornadas con ricas coronas de plata y flores, y no pudo resistirse.

—Permitidme ir a la capilla a rezar y recibir la hostia de Cristo, os lo suplico.

—Sabes que no te está permitido—el bedel Massieu la miró con piedad y bajó el tono de su voz grave—. No se lo digas a nadie, pero te lo voy a permitir. Una sola vez.

—Gracias, señor. ¡Qué Dios os bendiga por muchos años!

La joven francesa, a pesar de estar llena de cadenas, caminó ágilmente hasta el pequeño altar, se arrodilló y rezó durante un rato demasiado corto para lo habitual en ella. No podía dejarse descubrir.

Regresó a su estrecha habitación llena de energías renovadas.

Pero mientras la joven dormía aquella noche, al fin sin la tortura de sus cinco guardianes, que la temían desde su premonición, el bedel fue duramente regañado por Jean d'Estivet.

—¡Truhán!—le gritó casi llegando a las manos. Hacía tiempo que aquel secretario detestaba tanto a Jehanne como el obispo Cauchon—. ¿Cómo te has atrevido a dejar entrar en la iglesia a una excomulgada como esta?

—Ha sido por piedad... Solo le he dejado en la puerta, no ha recibido ni siquiera el sacramento.

—¡Si vuelves a permitir algo así ordenaré que te encierren en una torre y nunca más volverás a ver la luz del sol!

Todos sabían que no era la única amenaza en los casi tres meses de juicio. Algunas se habían hecho realidad y hacía solamente una semana que Pierre Cauchon había expulsado al sacerdote Jean Lohier tras soportar sus acciones amables con la acusada. El padre Lohier había huido lejos, pues temía realmente acabar como sus compañeros: tirado vivo al Sena dentro de un saco.

Las reuniones secretas de teólogos parisinos y obispos, que formaban parte del tribunal, continuaron con sus deliberaciones sobre cómo culpar a la guerrera de todas y cada una de sus acusaciones. No llegaban nunca a un acuerdo final, eran demasiadas calumnias que ni siquiera con las falsificaciones tenían mucha utilidad.

Y mientras, Jehanne, sola, sin ni siquiera un abogado, se sentía cada vez más apagada. Se aproximaba la Semana Santa y no podía soportar la idea de no asistir a misa, ni recibir la comunión en ninguno de los días sagrados para Dios y el Señor de los Cielos.

Los hormigueos y mareos habían mitigado en las últimas horas, sus carceleros ya no la atormentaban tanto como antes, ni mucho menos. Pero se sentía muy debilitada físicamente.

Lluvias y flores sobre FranciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora