28 - El asalto a París

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La batalla seguía bajo la lluvia de aquella jornada de verano.

El chambelán, aún indefenso y sin poder levantar su enorme cuerpo del polvoriento suelo, aun intentándolo decenas de veces, presa del pánico, fue socorrido por de Rais y La Hire. Este último se estaba acercando a ellos después de muchas horas de combate, pues ya pasaba de mediodía en el momento en que La Trémoille había caído en su demostración mediocre de guerrero.

—¡Dios os bendiga a los dos!—gritó el hombre al borde de unas lágrimas que solamente el orgullo impidió salir.

—¿Cómo demonios se os ha ocurrido semejante insensatez, señor?

—Yo solo...

La cara de pocos amigos de Gilles le hizo callar sintiéndose muy estúpido.

Tras dejarlo en un lugar a salvo, La Hire se arrojó contra un adversario al que venció enseguida, desarmándolo con un golpe en la cabeza con su gran espada. Cerca de ellos apareció un inglés armado con un hacha, que descargó contra d'Aulon.

Él la esquivó agachándose, pero el enemigo le dio una patada en la rodilla y tuvo que retroceder ante la fiereza del ataque. Jean volvió a esquivar la espada del inglés y, cogiendo impulso, golpeó con su escudo la cabeza de su enemigo. Inmediatamente, propinó un puñetazo en la nariz deforme del otro hombre.

Este dio un grito de dolor pero, no por el golpe del guerrero, sino porque una flecha lanzada por los ballesteros franceses se le había clavado en la espalda. Dos segundos después, el contrincante se desplomó sin vida.

René d'Anjou peleaba fuertemente contra un caballero borgoñón. Entrechocaron sus espadas y forcejearon.

El enemigo sacó un puñal con la mano libre e intentó clavárselo, pero el joven duque se agachó con su escudo en alto y, con una velocidad fugaz, clavó su arma en él, atravesándolo de muerte.

Jehanne y d'Alençon luchaban juntos. El hombre clavaba su lanza en todos los enemigos que se le oponían.

La guerrera desarmaba y golpeaba a sus adversarios con la suya. La mayoría de veces incluso les hacía rodar por el suelo sin escapatoria.

Tras largas horas, los combates cuerpo a cuerpo seguían siendo demasiado fáciles, pues eran pocos los del bando anglo-borgoñón que salían de su barricada.

Jehanne había intentado hacerles salir de muchas maneras diplomáticas, pero ellos se negaban siquiera a retirarse pacíficamente y sin ningún prisionero.

Así que al ver que ya era casi de noche y nada avanzaba en aquel enfrentamiento interminable, La Doncella se negó a seguir siendo educada y montando en su nuevo caballo blanco, empuñó su estandarte arremetiendo contra las púas de madera que cobijaban a sus enemigos.

Sus manos estaban muy enrojecidas bajo los guantes y el hormigueo en sus extremidades comenzaba a subir cuando volvió a suceder algo en una batalla después de mucho tiempo.

El aire se hizo menos denso, el olor de la sangre se vio borrada por el aroma del bosque de robles, una luz blanca brilló ante sus grandes ojos dándole una paz inmensa. Allí estaban, Santa Catalina con sus ropas alejandrinas y una hoja de palma cuyo frescor le llegaba a Jehanne al alma. A su lado, San Miguel con sus ropas de azul y cuero, tenía un semblante tranquilo y era más visible de lo que había sido en los últimos dos meses.

El arcángel empuñó su lanza al mismo tiempo que la santa levantaba su espada, y Jehanne comprendió el mensaje: desde la coronación no obedecía al designio de Dios pero ahora, al menos, tenía sus bendiciones para continuar en su papel de guerrera vestida de armadura.

Lluvias y flores sobre FranciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora