38 - Dolor y tristeza

11 4 43
                                    

Había oído decir a sus guardianes, mientras hablaban entre ellos al otro lado de su celda, que a aquellas alturas de marzo podía llegar a nevar en aquella zona del país. De haber sido así, a Jehanne le hubiera gustado ver la nieve después de tanto tiempo. Pero desde aquella minúscula habitación solamente alcanzaba a ver un pequeño pedazo del cielo de Rouen, casi siempre gris.

Ni siquiera sabía si había llovido en los últimos días, estaba completamente aislada del exterior, con tres guardias compartiendo la celda con ella, y dos más afuera. Incluso los interrogatorios habían sido siempre en el interior del palacio y, desde hacía unos días, se celebraban en la misma torre, en una sala más abajo de donde ella se encontraba.

Así que aquella tarde, después de regresar de la sesión judicial de la jornada, se sentó en el suelo de piedra junto al jergón. Ignorando por primera vez el dolor de las cadenas que la aferraban contra la pared, pensó en la gente que más quería y su corazón sintió mucha paz.

Su primer pensamiento fue para su madre, Isabelle Romée. Siempre habían estado muy unidas y, como ahora sabían sus jueces, había sido ella la que le había enseñado todo lo que sabía de la vida, tanto en los quehaceres diarios como en lo religioso.

Después pensó en sus tres hermanos.

Seguramente el mayor ya tenía una gran familia a su alrededor pues su mujer y él siempre se habían querido por encima de todo.

Aún tenía miedo por Pierre, que seguía encerrado en Beaurevoir. La guerrera conocía sus gustos sentimentales pero jamás se había opuesto a ello, pues los dos habían nacido del mismo vientre de la misma madre y eso quería decir que Dios le daba su bendición.

Pensó en el mediano, Jean, con mucho cariño. Se alegraba de que no estuviera también preso, sin saber que él no estaba preocupado por ella, pues los lujos de la corte le tenían totalmente ciego y rebosante.

Al pensar en su padre, rezó por su dicha. Era un hombre ya mayor y, aunque ya habían hecho las paces, temía por su salud después de haber perdido a su hija Catherine.

Recordó a Hauviette y Mengette con lágrimas en los ojos. Las echaba tanto de menos. No había sabido nada de ellas desde que había huido de Domrémy hacía dos años. Antes, no había habido día en que no se vieran, aunque fuera solamente en misa. Se preguntaba si estarían enfadadas con ella por no haberse despedido. Le dolió el corazón al observar aquella posibilidad.

Sus siguientes pensamientos fueron para sus compañeros de armas. Los que había dejado atrás hacía tiempo y los que habían permanecido junto a ella hasta el final. Esperaba que La Hire, el duque de Alençon, el Bastardo de Orleans y Gamaches continuaran batallando con el mismo coraje y éxito. Ojalá la muerte no estuviera cerca de ellos hasta muchas décadas más. Sin olvidar a Louis de Coutes, que sería ya todo un hombre, y al padre Pasquerel, preguntándose si habría algún sacerdote tan bueno como él en aquel otro bando de la guerra, que la tenía cautiva.

Jean de Metz, Gilles de Rais y Jean d'Aulon aparecieron en su mente de una forma tan dulce que su llanto creció por la añoranza tan grande. Ellos habían sido los primeros en creer en su misión, los que más la habían cuidado. Ojalá pudiera hacerles llegar un mensaje a cada uno para saber que todo iba bien en sus vidas.

Los últimos fueron Charles VII y Yolande de Aragón, a quien la heroína aún quería a pesar de haberla abandonado. Ella ignoraba ese hecho, creía que solamente necesitaban tiempo y, al fin y al cabo, ella era una simple ciudadana más, militar pero no noble.

Tras tantos pensamientos tristes y bonitos al mismo tiempo, Jehanne cayó dormida en el suelo sin darse cuenta. Durmió hasta bien entrada la noche, cuando sus guardianes la despertaron a bofetadas para atarla a su jergón, como hacían todas las noches.

Lluvias y flores sobre FranciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora