18 - Insultos vengados

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Suffolk quería tres días. Ese era el mínimo de tiempo para que más soldados ingleses se reunieran en Jargeau para luchar contra el ejército de Francia con más igualdad de hombres en batalla.

Era la primera hora de la mañana del domingo, así que aún había tiempo para dialogar ese acuerdo. Pero Jehanne no quería ceder y el resto de capitanes franceses tenía sus dudas. El Inglés tenía ventaja al estar detrás de la muralla, a cubierto, y unos soldados de élite con mil batallas a sus espaldas. La Doncella tenía más hombres en su armada allí dispuesta y aunque la mayoría no eran militares sino voluntarios del pueblo llano, también contaban con más munición.

Sería una batalla bastante igualada ya que unos tenían un ejército más grande y los otros una mejor posición.

Finalmente, ante las negaciones rotundas de Jehanne y las dudas del resto para conceder esa tregua de tres días, Suffolk en persona, con su fuerte armadura pero sin más armas que una daga en el cinturón, pidió hablar con la Hire, ya que eran viejos enemigos y sabía que por su experiencia en esos asuntos sabría negociar mejor.

—Es comprensible, Señor— explicó el conde inglés—. Vosotros tenéis ventaja en los cañones, nosotros en el territorio. Pero hace falta un número de lanzas igualitario.

—Eso no es del todo así— la Hire intentó ser lo más razonable que su rudo carácter le permitía ser—. El valle es vuestro todavía. Todo el valle está bajo vuestro dominio, vuestros bastiones y vuestro gobierno.

—¡El gobierno de nuestro rey Henry VI! Un respeto hacia nuestro jovencísimo monarca, capitán la Hire. Que yo no he dicho nada en contra de esa mujer libertina que os lidera...

—¿Perdón?—el francés hizo un sobreesfuerzo para evitar agarrar del cuello al conde—. ¿Cómo habéis llamado a Jehanne?

—He dicho la verdad. Pudo derrotarnos en Orleans, pero no creo que pueda con todo el valle del Loire.

—¡La negociación se acaba aquí, señor conde! ¡Y dad gracias a que no voy a maldecir a vuestro bebé cagón y con corona!

La Hire lo miró con sus ojos oscuros llenos de ira, se dio la vuelta y caminó rabioso hacia el resto de capitanes de su tropa.

Dunois y d'Alençon comprendieron el gesto del hombre. La batalla iba a comenzar.

A las nueve de la mañana, sin más demora que la de rezar por orden de su capitana, los franceses se lanzaron contra las murallas de la ciudad asediada y los enemigos que había en ellas.

Jean d'Aulon, tras ser bendecido por el padre Pasquerel, que continuaba junto a Jehanne en un lugar apartado, se sumergió en la parte gruesa de la batalla con una espada y su habilidad indudable, consiguiendo derrotar a varios enemigos a la vez, aunque estos le atacaran por la espalda. Su amiga guerrera, que tenía siempre un ojo puesto en cada lugar de las batallas como buena estratega de guerra, sintió mucha felicidad al ver que Jean, además de luchar, también socorría a los soldados más jóvenes o inexpertos que muchas veces quedaban indefensos al perder sus armas.

Cerca de él, la Hire, conocido por su dureza tanto en la guerra como en el carácter, clavaba su lanza sin ningún remordimiento. Era famoso por haber nacido para la batalla y nada ni nadie lo detenía a la hora de matar o mutilar a sus contrincantes; su sobrevesta negra con el blasón de racimos de parra en plata estaba siempre salpicada de sangre como muestra de esa rudeza.

Gilles de Rais peleaba fieramente, también como de costumbre en él. Y la velocidad a la que vencía era digna de admiración. Si d'Aulon era capaz de ganar a dos ingleses a la vez, Gilles podía hacer lo mismo por triplicado.

En aquel momento, uno perdió rápidamente su espada, el segundo fue alcanzado por una flecha de los arqueros franceses cuando ya agonizaba, y al tercero lo atravesó con su espada después de entrechocarla varias veces con la suya.

Lluvias y flores sobre FranciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora