17 - Promesas

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—De verdad, Jehanne, lo pasé tan mal durante los meses que estuvo cautivo...

—De nuevo os lo prometo, duquesa: No le pasará nada a vuestro marido. Yo misma me encargaré de su seguridad.

—Me quedaría realmente tranquila si fuera así. Me fio más de ti que del resto de soldados de Francia.

—Os lo traeré de vuelta, sano y salvo—la guerrera cogió las manos de Jeanne entre las suyas y sonrió—. Tan bien como está ahora mismo o incluso mejor.

—Gracias por todo, querida amiga—la mujer de d'Alençon abrazó con fuerza a Jehanne.

Tras dejar el castillo de Loches, Jehanne se unió a los soldados dispuestos en Selles-en-Berry, donde se hizo armar por d'Aulon y se atrevió a empuñar un hacha de tamaño más pequeño de lo habitual para protegerse de posibles ataques inesperados en el trayecto hacia Orleans.

La guerrera pidió que las campanas de la ciudad de Selles sonaran para despedir a los soldados y que una cruz de gran tamaño fuera dispuesta delante de las puertas como homenaje al Señor de los Cielos, que iba a protegerles.

Era un seis de junio soleado aunque aún no caluroso para suerte de los caballos y sus jinetes. Tres días después, ya en la ciudad recién liberada, se les unieron las tropas de Dunois, de Rais, y otros capitanes.

Además, había un gran número de civiles orleaneses que querían formar parte de la liberación de su reino, aun sabiendo que no recibirían ningún sueldo. En realidad, casi ningún soldado tenía los medios para costearse los gastos para la guerra. Incluso el rey tenía todavía las arcas prácticamente vacías.

Pero todos querían colaborar en aquella misión, inspirados por la Doncella de Orleans y anhelando, tanto como ella, que Francia fuera liberada y obsequiada con la paz.

—Jehanne—dijo de Metz acercándose mientras ella comía una manzana—, tu hermano quiere verte con urgencia.

—Hace rato que espero a Pierre. ¡Lo había citado aquí mismo hace más de media hora!

—Pues creo que Pierre no va a...

Jean d'Arc no pudo contenerse más sin ir al encuentro de su hermana. Corrió hacia ella con los brazos extendidos y los dos se fundieron en un abrazo tan cargado de ternura que, ni siquiera sus duras armaduras les impidieron notar la calidez del momento.

No tuvieron tiempo de hablar demasiado, pues la cabalgata hasta Jargeau apremiaba con el paso de los días y las horas.

Así que, montados en sus corceles de guerra, todos los soldados franceses, fuera cual fuera su rango, se encaminaron con orgullo y deseo de batallar hacia la nueva ciudad asediada. Confiaban en la última victoria sobre Orleans, en su Doncella y en que, como ella misma les había asegurado, el Señor de los Cielos estaba de su parte.

Llegaron a extramuros de Jargeau en plena tarde, ansiosos de empuñar sus armas. Eran un total de cuatro mil lanzas (13) llegadas desde distintos puntos del territorio francés de dominio armañac e incluso algunos bretones capitaneados por el propio Gilles de Rais.

Jehanne observó a sus enemigos allí presentes, que parecían no acobardarse como la última vez que los había visto.

Su corazón palpitaba con fuerza, la adrenalina comenzaba a derramarse por su espalda y estómago, y aferrada a su albo estandarte, oró para sus adentros, confiando una vez más en que todo sería posible si hacía lo que sus santos le habían dicho.

—Son pocos soldados—dijo Dunois colocando su caballo junto al de ella—. Demasiado fácil me parece...

—Coincido con vos—la Hire arrugó la nariz y la boca en una mueca de disgusto y enfado al mismo tiempo—. El Inglés trama algo.

—Suffolk trama algo—añadió la guerrera—. Algo malo. ¿Los heraldos han regresado ya?

—No—d'Alençon, que llevaba todo el rato junto a ella, comenzó a sentir temor repentinamente—, pero seguramente los rumores entre los hombres venidos de Tours sean ciertos: Bedford prepara un ejército más grande aquí. No sé cuánto tardarán en llegar...

—Ataquemos entonces. Ahora mismo, sin más demora.

—No, Jehanne... Debemos pensar bien nuestros actos. ¿O acaso tú no tienes miedo?

—Claro que lo tengo. Pero debemos tener fe. ¿O creéis que hago las cosas por mi propio deseo? Si fuera así, preferiría seguir cuidando de los rebaños en Domrémy, en lugar de enfrentarme a tantos peligros.

—La verdad es que tenemos cañones y buenos ballesteros entre nuestras filas—dijo de Rais queriendo ser fiel a su divina heroína—. Incluso nuestro gigante, Jean de Lorraine, está entre nuestros recursos.

—Aun así—Dunois habló y pensó igual que d'Alençon—, Suffolk no está solo. Los miles de soldados enviados por el regente Bedford podrían llegar en cualquier momento y aplastarnos.

Finalmente, fue el resto de soldados quien decidió por ellos. Los líderes que acompañaban a la Doncella, y ella misma, habían hecho mal en hablar de aquel asunto delante de todos. Alguien oyó aquella conversación, la noticia de que el hábil capitán Fastolf llegaría en cualquier momento con refuerzos fue yendo de boca en boca, y el pánico cundió entre las filas de hombres en armadura.

—¡Moriremos todos!

—¡Es una locura! Lo de Orleans fue solo casualidad... ¡Huyamos antes de que los ingleses nos pasen a cuchillo a todos!

De Rais y la Hire intentaron apaciguar a los soldados sin éxito. Al ver tanto temor, el enemigo apostado en el extramuros de Jargeau comenzó su ataque, y eso hizo derramar más miedo entre los franceses.

La propia Jehanne no sabía cómo contener a sus compañeros de armas. Ni siquiera nombrar a Dios, como siempre, surtió su efecto.

Hasta que un grupo de infantería, de hombres del pueblo llano de Orleans, lanzó un grito de guerra, armados con sus espadas, y se arrojaron contra el enemigo. Sin experiencia previa en la guerra de verdad, solo con su fe en La Doncella de Orleans y su misión.

—¡Por Francia y por Nuestro Señor!—Pierre d'Arc se arrojó a la batalla junto a ellos.

Su hermano Jean hizo lo mismo y, rápidamente, los militares que habían comenzado su huida recularon y observaron atónitos.

—¡Hoy es el día!—exclamó La Doncella, alentándoles—. Entre hoy y mañana, Jergeau será de nuevo francesa. ¡Dios nos colma de bendiciones para la batalla!

Espada contra espada, cuerpo a cuerpo, y sin apenas cumplir con el reglamento de los rangos de cada uno, los franceses humildes hicieron recular a los setecientos hombres que guardaban las puertas de la muralla de la ciudad. No hubo apenas muertos ni heridos, pero los ingleses ya tenían al miedo recorriendo sus cuerpos.

Jehanne, que no había parado de animar a sus soldados, incluso descendiendo de su caballo, se sintió tan orgullosa de sus hermanos que aquella noche de acampada en el extramuros, tal y como había sugerido ella aquel mismo diez de junio por la mañana, los dos recibieron un permiso especial y brindaron, rieron y durmieron junto a ella y Jean d'Aulon.

La celebración duró hasta tan tarde que incluso pudieron colar a de Metz en el brindis, a pesar de que por su estatus social y militar aquel no era su lugar.

Pierre no se hubiera perdonado dejar de lado a su amado compañero en aquel momento tan especial para sus hermanos. Y Jehanne le concedió ese deseo de buen grado.

(13)Lanzas: Número de soldados de uno en uno. En los registros de contabilidad de la corona y en muchas crónicas se llama a cada individuo del ejército como lanza. Los arqueros se contaban aparte.

Lluvias y flores sobre FranciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora