3 - La señal revelada

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Al verla entrar, todos vieron a una chica de diecisiete años, algo corpulenta, con el pelo corto y negro, y unos grandes ojos. Al igual que su peinado, sus ropas eran masculinas y negras, pero con algunos detalles blancos y grises.

La gran sala del castillo central de Chinon estaba repleta de gente. Todos eran nobles ricamente vestidos, en su mayoría hombres bastante jóvenes, que se agolpaban en corrillos donde conversaban en voz baja sin que se pudiera distinguir ni sus voces ni sus rostros.

En el trono rodeado de pendones con el blasón azul y flores de lis amarillas, se sentaba un hombre vestido incluso con más lujo que el resto. Llevaba un largo manto azul marino y un sombrero de plumas rojas. La estaba mirando fijamente con unos ojos verde grisáceo que distaban mucho de los azul oscuro del monarca francés.

Jehanne, confiando en que todo era correcto, avanzó hacia el hombre sentado en el trono. Pero antes de llegar, sintió que algo iba mal y recordó que Santa Margarita le había dicho dos noches atrás que el Delfín la iba a poner a prueba desde el principio.

Así que sin dejar de caminar hacia el hombre del trono, comenzó a mirar a su alrededor, dejando atrás el miedo y la timidez que le imponían toda aquella gente desconocida y de una posición social muy superior a la suya.

Así fue como entre los hombres jóvenes reunidos, de pronto vio a uno que le resultaba familiar.

Era un joven delgado y enclenque, no mucho más alto que ella, con el cabello rubio muy corto, los ojos azules y una nariz más que prominente.

No sabía por qué pero sentía que lo conocía desde hacía mucho y, además, reconoció el crucifijo resplandeciente en su pecho. Él era el verdadero Charles, no aquel intruso sentado en la silla destinada a los reyes.

La joven caminó decidida hacia él, sintiendo que temblaba de pies a cabeza, pero confiando una vez más. Se retiró el capuchón que cubría su corta cabellera negra, hizo una reverencia y se arrodilló ante él, tomando una de sus manos.

—¡Dios os dé larga vida, gentil Delfín!—exclamó Jehanne mirándole al fin.

—Yo no soy el Delfín —mintió Charles y señaló al hombre sentado en el trono—. Es aquel de allí.

—No, mi noble Señor, sois vos y nadie más. Por eso he sido enviada por el Señor de los Cielos, para salvar vuestro reino y llevaros hasta Reims, donde seréis coronado de forma definitiva para ser el rey de Francia.

Charles no daba crédito a lo que oía y veía. Jehanne sentía su mano temblando entre las suyas, ya más serenas. La campesina había superado la prueba, lo había reconocido entre tanta gente, se había dirigido a él y no lo había atacado sino alabado. Invitó a Jehanne a que se levantara y miró nervioso a sus hombres de confianza, el duque d'Alençon y Regnault de Chartres, quienes observaban la escena tan boquiabiertos como él.

Yolande se acercó a la joven y a su yerno e indicó que la siguieran hasta llevarlos a los dos a un lugar apartado del bullicio y los curiosos. Charles sabía qué hacer, pero no qué decir ante aquel milagro caído desde una humilde villa del nordeste de su ya casi inexistente reino.

Los dos se sentían nerviosos, aunque por diferentes motivos.

Él se colocó al fin frente a ella y Jehanne sonrió de pronto al ver su misión cada vez más cerca.

—Habla, Jehanne —dijo Charles, sintiéndose reconfortado por aquella sonrisa.

—Mi Delfín, he sido enviada por el Cielo para que dirija vuestro ejército durante el tiempo necesario y por los lugares también necesarios, para liberar vuestro reino del enemigo Inglés y llevaros hasta Reims para que vos, mi señor, seáis allí coronado como el verdadero rey de Francia.

Lluvias y flores sobre FranciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora