#24. De los involucrados: Marta y Simón

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Los milagros existen, parece ser. Ni el director, ni cualquier autoridad escolar que pudiera estar merodeando por el instituto este viernes de detención luego de clases escucha el jaleo de Ceci; que se debate en los brazos de Frederick cuando entro en la biblioteca, mientras Damián, cuya mejilla está por completo colorada, sonríe con picardía.

—Dijiste que me ibas a ayudar —le espeta Ceci. Me sorprende que pueda hablar con aquella ferocidad. Primero, porque para mí hablar ya es todo un reto. Reto que parece estoy cumpliendo muy bien estos días, por otro lado, los brazos de Frederick están muy apretados alrededor de su cintura. La verdad es que me sorprende que siga respirando.

—¿No has escuchado la expresión: «En esta vida nada es gratis»?

—¿No has escuchado la expresión: «Vete al infierno»?

Cuando se me hace imposible seguir en aquel pasillo solitario con Bruno. Lo cual es alrededor de tres segundos luego de que él haga su última pregunta. Decido ir a la biblioteca a echar un vistazo. No he sido la única, claro. Bruno me sigue hasta allí y cuando llego, Lydia está en la puerta mirando todo el espectáculo. Por desgracia para mí, Lydia no es suficiente para ocultar mi presencia. Cuando Ceci me divisa, su odio vira en otra dirección, la mía.

—Ahí estás. ¿Se puede saber por qué no puedes hacer algo malvado una sola vez en tu maldita vida?

—Ey, no le hables así —le pide Frederick mientras que la suelta, ella se vuelve y lo mira. Esa chica tiene un grave problema de control de la ira.

—¡Oh! ¡Perdóname! Había olvidado lo imbécil que te tiene la mocosa por estos días. —¿Mocosa, dice? Vaya, excusen a Miss Picapiedra—. ¿Saben qué? Váyanse todos al carajo. ¡Ahh!

Y en un último arranque de furia, patea la silla del escritorio y tumba los libros de una estantería. Nos lanza una última mirada y con las mejillas coloradas camina hacia la puerta. Lydia se mueve de una forma tan rápida que no me da tiempo a reaccionar. Cuando me doy cuenta de que ella ya no está frente a mí, tengo a Ceci plantada al frente.

—Si alguna vez te llegan a joder la vida en este maldito instituto, ¡júralo! Que seré la primera en colaborar para eso —me espeta mientras me apunta con un dedo tembloroso. Luego se va corriendo por el pasillo.

El silencio que reina en la biblioteca por esos minutos es inquietante. Es como si acabáramos de presenciar la aparición del mismo demonio. Pero lo peor de todo, es que yo acabo de ganármela de enemiga.

—Bien, eso fue raro —comenta Lydia antes de irse. Claro, ya no hay nada más de su interés allí, es decir, no existe nada más para cotillear si la protagonista del escándalo acaba de irse.

Damián, por otro lado, se acaricia la mejilla sin dejar de sonreír. Luego camina hasta Bruno y se lo lleva, alcanzo a escucharlo decir lo mucho que le gusta hacer enfadar a esa: «pobre desgraciada» son las palabras que usa. Y por millonésima vez me pregunto por qué Bruno es su amigo. Frederick por otro lado, intenta arreglar el desastre que su amiga ha dejado allí.

—Apuesto a que jamás pensaste que pasarías detención así —dice cuando coloca el último libro de la estantería. Sonrío en contra de mi voluntad.

—Oye, eh... iré a caminar por allí si no te importa. —Achica los ojos, como meditando si argumentar sobre por qué debo quedarme con él, pero a la final se decide por asentir mientras sonríe, y se lo agradezco.

Los siguientes minutos son la experiencia más extraña que he vivido en mucho tiempo. Si nunca han estados solos en una institución educativa, les recomiendo que no lo hagan, pues hay algo muy perturbador en eso. Los pasillos que suelen estar llenos de risas, del roce de las suelas de zapatos contra la cerámica, de la algarabía de la adolescencia y de un montón de cremalleras y hojas de libros, hace que el presenciar estos mismo pasillos sumidos en el completo silencio y la soledad tengan algo de aterrador. Es como estar en medio de un mundo nuevo y no grato.

Me detengo en mitad de uno de los tantos pasillos, me abrazo con fuerza y me alegro de sentir la suave tela de mi playera de algodón color blanca. Cierro los ojos y me encuentro pensando en lo que tiene estampado aquella franela. Por algún motivo ni siquiera recuerdo habérmela puesto en la mañana, mucho menos recuerdo lo que tiene estampado. Abro los ojos y observo el delantero de la franela.

«Me, Myself and I»

Reza en letras negras y cursivas, un segundo después llega hasta mis oídos el sonido de una guitarra acústica. Escaneo el pasillo y camino en la dirección que el sonido me llama. Me guía hasta un aula, no del todo vacía. Sentado sobre el escritorio un muchacho toca una serie de notas suaves en su guitarra desvencijada. Me pregunto cómo es que aún le sirve aquel trasto.

—Hola —dice él sin levantar la vista. Estoy segura que cualquier persona hubiera encontrado todo aquello muy extraño, y en algún nivel muy en el fondo de mi conciencia, yo sé que lo es, pero por algún motivo no puedo solo dar la vuelta e irme.

—No te conozco —digo, porque así es. Nunca lo he visto por el instituto. Y sí, hay mucha gente allí, pero con el paso de los años uno aprende a reconocer los rostros. La chica que todas las mañanas se rocía con colonia antes de clases, el chico que camina por los pasillos dando saltitos. O la niña que siempre pide un refresco de limón en la cafetería cada viernes.

—Es verdad. —No alza el rostro de las cuerdas de su guitarra. Siento un frío rozándome la piel y deseo no estar allí—. Pero yo no puedo decir lo mismo de ti, princesa de la soledad.

Una serie de risitas y pasos se oyen por el pasillo. Me giro con la vista nublada y las manos temblorosas. Cuando me vuelvo hacia el escritorio, el chico ya no está. Cierro los ojos y las pestañas se me empapan, los ruidos de felicidad son más fuertes en cambio. Por lo que vuelvo a hacer lo que mejor sé hacer: esconderme.

Corro hacia el escritorio ahora vacío, arrastro la silla hacia atrás y me meto en el hueco libre. Unos segundos después cierran la puerta del aula y el escritorio se mueve bajo el peso de una chica que se sienta con fuerza sobre él.

—Es una locura lo que propones. ¿Lo sabes, verdad?

—Lo sé. Créeme que lo sé, pero diablos Marta, ¿acaso no es así el amor? —Son Marta y Simón, y por un horrible segundo, creo que volveré a ser testigo silenciosa de un acto amatorio que derivará en catástrofe, pero no es así esta vez.

—No lo sé, Simón. Yo te adoro, no lo creas que no. Pero estamos en secundaria.

—¿Y qué con eso?

—¿Qué pasa si no funciona?

—Vamos, Marta. No juguemos a ese juego. —Un segundo de silencio le sigue a eso, luego del cual tengo que morderme el labio cuando Marta comienza a mecer sus pies y a pegar los talones de la madera que me esconde de ellos—. ¿Estás conmigo o no, princesa?

—Está bien, hagámoslo —accede la mejor amiga de Nicole tras un silencio. Los escucho estallar en risas y besos. Y por último abandonan el aula.

Yo permanezco en aquella aula vacía, abrazando mis piernas temblorosas y con los ojos cerrados. No sé por cuanto estoy allí, pero sí sé que es el suficiente como para preocupar a algunas personas.


Zarzamora.


De la vida y otras cosas #1 [El blog de Zarzamora]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora