Capítulo 34 (parte II) - MAS

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— Bueno —escucho esta vez una voz masculina, burlona y tan suave como la seda, la misma que habló en el patio. A la distancia, podía escuchar a los perros de los vecinos volverse locos de tanto ladrar—, yo no tengo la culpa de que hayas tenido de progenitora una tan indiferente criatura. Dime, sin embargo, ¿no ha sido una mejor madre en estos últimos segundos que en toda tu vida?

Tan amarga como es la verdad, él tiene razón. Si bien mis primeros años de vida fueron un encanto, los que los siguieron fueron una completa tortura. De la noche a la mañana, mis padres no eran más que sacos de carne con los que compartía apellido, tan concentrados en su vida personal, en sus problemas, en sus peleas, que a menudo olvidaban que tenían un hijo. Jamás, ni en mis mejores sueños, mi madre me hubiese hablado de la manera en que la ilusión de la entidad lo hizo.

El volumen de los ladridos que creía que eran producto de las mascotas de casas aledañas aumenta, acercándose, pero perdiendo su forma. De repente son rasposos, ásperos, roncos. Uno de ellos retumba en toda la casa, llegando a mis oídos más como un gruñido.

— ¿Qué, no te gustó tenerla? ¿Prefieres a tu padre? Puedo hacer el intento.

Esa es la gota que derrama el vaso.

— ¡Déjalo, Cece! -grito- ¿Qué diablos quieres?

Un estruendo en la cocina me produce un pequeño sobresalto. Parecen platos siendo lanzados contra la pared.

Me apoyo lateralmente contra la puerta, recostando mi cabeza. Él es perfectamente capaz de alterar emociones, pero no lograría más que engañarme a mí mismo si lo culpo de las espesas lágrimas que apenas se están desvaneciendo. Malas decisiones te llevan a malas amistades. ¿Cómo saberlo a los 8 años?

Un grito de mujer me saca rápidamente de mi ensimismamiento. No hubiese conseguido respuesta por parte mía si yo no lo hubiese reconocido. Abro la puerta de un tirón y corro escaleras abajo.

— ¡Ya te dije que no sé dónde está! —grita ella con desesperación, con sus manos levantadas en busca de protección.

Si tuviese sangre aún en las venas, estoy seguro de que estaría en cualquier lugar excepto mi rostro. Hubiese empalidecido. Me quedo plantado en mi lugar, debatiéndome internamente sobre ir y darle el gusto a Cece o quedarme aquí y no salvar a mi madre. Trato de convencerme a mí mismo de que no le pasa nada, de que todo se trata de una malintencionada ilusión, no es más que bruma en el viento; quizá, si me quedo quieto, se disipe sin dejar rastro ni remordimiento alguno.

Pero no puedo.

Tal vez tenga que ver con que un demonio está constantemente alterando la intensidad de mis emociones, tal vez tenga que ver con el episodio en sí y todos los crudos recuerdos que aún arden en mis pensamientos de vez en cuando. No puedo dejar a mamá ser abusada por un jodido borracho hijo de puta. No otra vez.

— ¡Deja de esconder a esa pequeña rata! —un hombre alto, robusto y notoriamente alcoholizado la amenazaba con una tabla de madera rota, que lanza hacia ella con muy buen tino, si su blanco era el estante de puertas de vidrio detrás de ella, que terminó estallando en mil pedazos.

Mis manos se cierran fuertemente en puños mientras mido la situación y pienso en qué hacer para quitárselo de encima. Todas las emociones de ese día regresan como un huracán, arrasando con la ya reducida parte razonable en mí que intentaba, en vano, recordarme que todo era nada más que un espejismo creado por alguien que quería verme cometer los mismos errores.

— Gregor, por favor —suplica ella entre sollozos—. Por favor. Ya es tarde, ve a dormir. Por favor.

Y yo ya no era Mas, el mejor amigo imaginario de Ben; ya no era Tommy, el mejor amigo imaginario de Kendall; era Thomas, el niño de 6 años que vivió bajo la sombra de una madre indiferente y un padre abusivo, un niño que deseó con tantas fuerzas que la mierda en su jodida vida cambiase, que un día se metió a la cabeza la estúpida idea de que podría hacer algo para cambiarlo.

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