capitulo 17

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TYLER

Roma cargaba una expresión que evidenciaba culpa.

Culpa y arrepentimiento.

Sin embargo, el resto no decía demasiado. No explicaba porque de pronto había dejado de contestar mis mensajes o porque decidía ignorar mis llamados cada vez que intenté comunicarme con ella.

Incluso le escribí que lo sentía, que si ella lo prefería podíamos olvidar lo del beso, pero que estaba firmemente seguro en que debíamos seguir siendo amigos. O al menos así lo creía yo. Antes de besarnos, teníamos una amistad. Manteníamos conversaciones hasta la madrugada, pasábamos el rato, íbamos a fiestas.

—¿Podemos hablar? —pregunta, todavía en el exterior de la casa. Yo aún permanezco dentro, con la puerta entreabierta.

Parte de mí quiere decirle <<claro, hablamos>>, dejarla pasar y hacerlo fácil, permitiendo que la situación se solucione para ambos. Sin embargo, la otra mitad está enfadada y no me reconozco, porque no solía ser así. Ahora de pronto el mínimo disgusto hace que pierda los estribos de un modo profundo y hasta asfixiante. No me siento nada cómodo con esta nueva parte de mí que se irrita con tanta facilidad.

—¿Quieres hablar? —pregunto tomando coraje; el corazón aún late con prisa después del numerito que se montó Killian arrojándome un objeto de vidrio—. Podrías haber contestado algún mensaje ¿no? —reclamo, dando unos pasos hacia adelante y abriendo la puerta casi en su totalidad.

—Tyler —murmura, sorprendida—. A eso vine. Para que hablemos sobre eso —trata de explicar y yo resoplo, desbordando de frustración.

—Ahora yo no sé si quiero.

—¿Quieres que me vaya? —indaga, parece dispuesta a hacer lo que le indique. Pero me ha colocado en una increíble disputa conmigo mismo. 

Al final, me pareció un detalle que haya venido hasta casa, necesitaba casi con desesperación ver un rostro familiar. Y aún por sobre eso, no soy capaz de ignorar esa especie de rencor que lucha por ganar un lugar.

—Haz lo que quieras —pronuncio, dando lugar a la confusión, especialmente porque una voz en mi interior está pidiendo que Roma sea capaz de darse cuenta que en realidad quiero que se quede ahí, conmigo.

Soy un imbécil. Ni que pudiera leer pensamientos. Probablemente no le lleve más que un par de segundos largarse.

Dejo la puerta entreabierta y volteo, regresando a la habitación para limpiar el desastre que ha dejado mi padre. Un centenar de pequeños cristales esparcidos a través del piso. Apoyado sobre las rodillas, me inclino para comenzar a recoger los peligrosos restos que podrían cortarme la piel con facilidad.

Debido a que el brazo izquierdo sigue doliendo –cada día más, lo mantengo inmóvil y utilizando la otra mano, algo temblorosa, los tomo con sumo cuidado e intento amontonarlos todos en el mismo rincón, para luego meterlos en algún cesto de basura.

Concentrado, me lleva un poco más de tiempo darme cuenta que Roma también se ha puesto a recoger los cristales. Su mano interrumpe, lleva las uñas pintadas con un esmalte negro que empieza a desgastarse. Pone una diminuta sonrisa de arrepentimiento cuando llevo la vista hacia ella.

—Roma, déjalo. Te puedes lastimar —le advierto, de ningún modo quisiera causarle daño.

—No. Ya sé cómo es esto —¿acaso insinúa que sabe lo que pasó?—. Acostumbro a recoger este tipo de desastres —trata de que suene gracioso, pero no lo hace. Suena triste—. ¿Qué pasó exactamente? —indaga, evitando el anterior silencio incómodo.

Dulce venganza [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora