Era una mañana soleada en la gran ciudad de París, apenas hace unas pocas horas atrás el sol radiante se había mostrado para los ciudadanos en el extenso cielo azul. El científico, para aquel entonces estaba acostado en una cama, cubierto con unas sábanas blancas y con su nuca descansando en una suave almohada blanca. Dormía profundamente, ni siquiera los rayos brillantes del sol chocando con su rostro a través de la ventana lo sacaban de sus sueños. Sin embargo, el fuerte claxon de uno de los tantos autos en la ciudad lo impulsó a abrir sus ojos, y lo primero que vio fue un par de muletas de madera refinada junto a su cama.
"Estoy en casa", susurró el sujeto, para sí mismo, sentándose en el colchón mientras contemplaba su entorno detenidamente.
Un poco después, el hombre tomó las muletas una vez que estuvo en la orilla de la cama, inhaló profundo, se levantó, se apoyó de las muletas y con mucho esfuerzo comenzó a andar hacia la puerta que daba con las afueras de su recámara y que llevaba a su vez a el único pasillo de su hogar, aquel que conectaba con demás habitaciones. De vez en cuando, al caminar, miraba hacia su pierna y su muslo cortado a la mitad con resentimiento y disgusto.
Suspiró entonces, dispuesto a entrar al cuarto de baño, más cuando abrió la puerta se detuvo en seco, pues sus ojos miraron de inmediato el reflejo de su figura lastimada en el espejo – cual yacía en una pared – su ropa estaba rasgada, sucia y húmeda, manchada además con unos cuantos manchones carmesí. Su cuerpo estaba golpeado, lleno de heridas. Había vendas manchadas de sangre cubriendo sus manos y pies. No obstante, aparte de su pierna amputada, lo más impresionante era ver su sonrisa retorcida tallada en su boca.
"Maldita seas", susurró Jerome, llevando un par de sus dedos hacia su rostro cortado, tocando con la punta de estos las aperturas en sus mejillas, mientras que sus ojos se cristalizaban lentamente y uno de ellos dejaba caer una diminuta lágrima que no tardó en recorrer la piel de su moflete y caer en el suelo desde su barbilla.
"¿Detrás de unas montañas?".
"Eso fue lo que dijo Jerome".
"Otra cosa es que termine siendo cierto".
"No creo que estuviera mintiendo...".
Sentados en círculo, a un lado de la gran piscina en el patio trasero de la mansión oculta entre los árboles, el diamante negro, tenía una reunión grupal en la que tenían una tranquila conversación al atardecer de un día más en París. Cada uno de ellos tenía sus piernas cruzadas cual indio en el suelo, con un plato plano de cristal en medio de ellos y con un montón de galletas apiladas sobre este.
"Entonces habrá que averiguarlo", dijo Lei, tomando una de las tantas galletas entre sus dedos para así darle una delicada mordida, en tanto escuchaba a otro miembro del equipo hablar.
"¿Qué propones?", dijo Axel.
"Buscar el lugar que nos describió Jerome", contestó Lei.
"Suena simple", dijo Jennifer. "Demasiado simple...".
"Pero hasta lo más simple puede complicarse en un instante", comentó Tai.
"Hagan silencio", les interrumpió Joseline. "Continua, Lei".
"Claro...", dijo Lei, luego de darle otra mordida a su galleta. "Mi idea no es atacar apenas encontremos la casa de Eddie. Tenemos una ventaja y es que está en París, el problema en todo esto es la ubicación, ¿correcto?".
"Así es", dijo Jack.
"¿Qué sabemos del lugar entonces?", preguntó Lei.
"Jerome dijo que Eddie vive en una mansión con un jardín enorme", habló Leia, quien se centraba carialegre en su peculiar mascota, la cual iba de una mano a la otra frecuentemente, mientras que el pelinegro seguía contestando la pregunta de su hermana. "La mansión está detrás de unas montañas, cruzando mediante a un sendero un bosque y un puente sobre un lago".
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El Diamante Negro | Volumen 1
General FictionLei, un ex-detective que trabajaba para una agencia de policía, tras la inminente traición de su ex-mejor amigo y compañero de trabajo, Eddie; decide convertirse junto a su hermana gemela, Leia, en el líder de un anónimo grupo terrorista y/o gánster...