Capítulo 37

17 4 1
                                    

            Los disparos de subametralladoras se mantenían sonando por las carreteras de las calles. Los individuos metidos en trajes de naranja se esparcían como una plaga masiva por la ciudad de Nueva York. Claro que, algunos sobrevivían a la balacera de los militares contra los gánsteres, pero otros no corrían con la misma suerte, puesto a que una hora después: la mitad de los reclusos que escaparon ya habían perecido ante los impactos de bala. Caían como moscas, puesto a que no tenían más formas de atacar y defenderse más que con sus propias manos. Unos pocos dejaron heridas de gravedad en los soldados, a los que de alguna manera lograron arrebatarles sus armas. Otros se metían a robar a negocios y comercios de la zona, derribando las puertas o rompiendo el vidrio de sus ventanas al lanzarle rocas, piedras o ladrillos que provenían de los escombros generados por las construcciones en ruinas, ardiendo entre llamas, consumiéndose lentamente por el tan intenso calor...

Los dos policías que custodiaban a Layla en el departamento del detective seguían con ella en el salón de la casa, no se habían apartado de ella en toda la noche, y se mantenían alerta de lo que pudiese pasar para defenderse tanto a ellos mismos como a la fémina. Tenían sus armas empuñadas en mano y la miraban incansablemente de pies a cabeza, con una pequeña sonrisa delineada en sus rostros levemente ruborizados. Ella estaba, no obstante; dándoles la espalda a los adversos, de pie frente a una ventana que le daba vistas a la ciudad inmensa en la que se hallaban, veía las flamas a lo lejos expandiéndose junto al humo grisáceo por las alturas, escuchaba los gritos y los disparos haciendo eco en el aire e incluso llegaba a ver una que otra ejecución en las calles, así como encuentros entre criminales y policías, intercambiando balas como si estas fuesen infinitas para ellos.

"¿Sabes, Marco?", habló uno de los dos agentes, llamando así la atención de la chica y de su compañero. "Por culpa de esta chica está ocurriendo una masacre allá afuera".

"Oh, sí. Lo sé, Rocky... me pregunto incluso ¿cuántas personas ya habrán muerto a causa de ella?", le contestó su compañero, acercándose a la castaña de a pasos sumamente lentos y calmados.

"¿Qué?", susurró la castaña, arqueando una de sus cejas al escucharlos.

"¿No crees que? ...", volvió a hablar el otro, acercándose a ella de igual manera, ampliando un poco más su sonrisa al andar. "¿Deberíamos darle un pequeño castigo por eso?".

"¡Por supuesto que sí! ¡Lo tiene bien merecido!", dijo Marco, deteniéndose ya frente a la chica, clavando su mirada excitada y deseosa en los ojos opuestos. "Además... al final, nadie lo sabrá ¿cierto?".

"¡Cierto!".

"¿Qué pretenden hacer?", dijo ella, en voz baja, un tanto nerviosa, pero con suma seriedad en sus palabras.

"Oh, ya lo verás...", dijo Marco, antes de guardar su arma y llevar su mano bruscamente hacia su cuello, aprisionándolo entre sus dedos en un parpadeo, acercando luego su rostro hacia dicha zona, echándole una pequeña olisqueada, mientras que ella, con dificultad para respirar y sus manos presionando la muñeca ajena, buscaba liberarse de una forma un poco desesperada, llegando a darle incluso una patada en la entrepierna al policía, más este, sin embargo, lo único que hizo ante el acto fue reír por lo bajo, susurrando luego: "Ni lo intentes, preciosa, nada de lo que hagas funcionará".

"Suél-tame... joder", decía Layla, entre murmullos, con su voz entrecortada por la falta de oxígeno.

Pero el hombre no le prestaba atención, la ignoraba completamente, hasta que, de repente; un disparo resonó una y otra vez en la habitación, y una bala dorada perforó su cráneo como si fuera un melón. Al perder la fuerza, Layla lo empujó lejos de ella. Lo vio desplomarse al piso, con la sangre fluyendo del agujero en su cabeza, formando en el suelo una espesa y rojiza lámina de sangre. Ella, instantáneamente, al igual que el otro policía – impresionados – giraron su cabeza y dirigieron su mirada a la puerta que daba con la salida del departamento, y, en un segundo, potentes ráfagas de disparos se desataron en la sala. Entonces, el policía, con innumerables balas ubicadas en cada esquina de su cuerpo, cayó también como una gelatina al suelo, ya sin vida. Roberto y Ler estaban allí, en el marco de la puerta, junto a Lei, que, luego de quitarse la máscara se apresuró al cadáver lleno de hoyos tirado en el piso, y con enojo empezó a hablar:

El Diamante Negro | Volumen 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora