Capítulo 34

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            Pasos resonaban a lo largo de un corredor vacío, extenso y sombrío. La figura no era demasiado alta, medía alrededor de cuatro pies y diecisiete pulgadas... vestía pantalones vaqueros y botines negros sumamente cómodos y cálidos. Llevaba enfundada una pistola plateada calibre 12 en su pierna derecha y de las trabillas del pantalón colgaba una delgada cadena de plata que sonaba en un tenue tintineo por cada paso que daba el sujeto hacia el frente. Tenía una suave camisa blanca de mangas largas, holgada y de tela delgada de la cual, los extremos de la prenda llegaban a cubrir su cuerpo hasta un poco más debajo de su cadera: sus glúteos, parte de los muslos, además de que el puño desabotonado de la camisa no solamente cubría sus muñecas, sino que también llegaba a tapar parte de sus manos, sin embargo le resultaba sumamente cómoda ya que no se ajustaba del todo a su cuerpo delgado, además de que esta se encontraba desabotonada en el cuello y en la cadera...

Los cristales, luego de agrietarse y destruirse inminentemente, caían en la planitud del suelo de lo que parecía ser una casa enorme, pulcra y reconfortante, abundante en hombres metidos en trajes elegantes, armados con ametralladoras y lentes oscuros que tapaban al completo sus ojos. Un grupo grande de personas enmascaradas entró al lugar por las ventanas ya rotas, abriendo fuego inmediato con subametralladoras MP5 y MP47 a los guardianes de traje que, sin esperar mucho tiempo más, devolvieron disparos, retrocediendo e inclinándose un poco al frente, exclamando órdenes al resto de sus compañeros. Por mientras, cinco individuos, también enmascarados, se hallaban corriendo en diversas direcciones bajo la sombra de las nubes y el fulgor solar sobre ellos, adentrándose rápidamente en un hermoso parque de césped plano, árboles altos de hojas verdes y diversos tipos de flores zarandeándose con el suave soplar del viento en los arbustos. Y, por suerte, aquella tarde, el parque no se veía muy abundante en personas.

La lacia cabellera oscura de la figura de la camisa blanca se meneaba ligeramente de un lado al otro al ritmo en el que avanzaba directamente hacia una puerta cerrada que obstruía su camino al final del corredor desolado, al mismo tiempo que él recitaba una melodía entre dientes, infantil y tranquilizante cuanto menos. Sus manos ocultas en sus bolsillos empezaron a salir lentamente a la luz de los bombillos brillantes sobre él una vez que este se encontró frente a frente con la susodicha puerta. Guardó silencio, pues, guiando su diestra al picaporte dorado, sólo para girarlo con lentitud a un lado al tenerlo entre sus dedos delgados, pudiendo abrir la puerta de forma pausada, pues no parecía tener prisas en cruzarla, ni mucho menos cerrarla...

Un hombre alto, de compostura firme, cabello canoso y cuerpo robusto, se miraba sentado delante de un escritorio lleno de papeles, un libro cerrado, un vaso lleno de plumones y un cenicero, fumando de a bocanadas cortas un cigarrillo humeante entre sus gruesos dedos blanquecinos, cuando de repente; la puerta oscura de la recámara en la que estaba se abrió de golpe y sin previo aviso, dejando ver al otro lado de la puerta a una variedad de individuos enmascarados apuntándolo con armas cargadas con balas doradas y puntiagudas. Por otro lado, en algún lugar del parque ya antes mencionado, en tanto que un sujeto gordo, con un anillo dorado en su anular derecho, un traje de saco café y zapatos negros lustrados leí el periódico, sentado en una banca: los cinco enmascarados de antes llegaban de variadas direcciones hacia él, rodeándolo y apuntándolo de igual manera con los cañones de sus subfusiles de corto alcance.

"¡Buenas tardes, caballeros!", exclamó la silueta de la camisa blanca al cruzar por fin la puerta, hallándose ahora en una habitación sin muebles o artilugios, sin ventanas, con paredes metálicas y luces deslumbrantes en el techo, repleta de personas portando copias de la distintiva máscara de sonrisa maniática perteneciente a los gemelos Baker en sus rostros, rodeando a tres individuos amordazados y amarrados en sillas de hierro clavadas al suelo polvoriento – dos de esos hombres resultaban ser el que fumaba en la casa grande y el del anillo dorado leyendo en el parque, que ahora se miraba golpeado, cansado y malherido. –

El Diamante Negro | Volumen 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora