Todo el lugar estaba en silencio. Nadie hacía o decía nada en especial, solamente se dedicaban a verse las caras unos a otros o a distraerse con el entorno, incluso con sus pensamientos erráticos. La noche ya había caído hace una media hora atrás, y para entonces, Layla y Axel seguían apartados del grupo, en lugares todavía desconocidos para el diamante negro. Lei, se miraba intranquilo, un tanto enfadado, con los ojos cerrados y el ceño fruncido, sentado sobre una silla oscura de cuatro patas y un espaldar acolchado, del que se recostaba ligeramente, presionando a su vez – una vez tras otra – una pequeña pelota de goma roja que apenas alcanzaba para llenar su mano, mientras que su otra palma la dejaba descansar en el reposabrazos del asiento, frotando con tenuidad su dedo índice contra este mismo.
"No está", dijo Fran, cerrando de golpe la tapa de un portátil que yacía sobre sus piernas. "En ninguna comisaria de la ciudad está... a menos que no lo hayan archivado o que lo archivaran de otra manera para ser más discretos. En dado caso tardaríamos una década en encontrarla, pues no la conseguí localizar".
"¿Pues qué hiciste?", dijo Edward, de pie a su lado, mirándolo con un poco de curiosidad.
"Hackeé las cámaras de vigilancia de cada comisaria en Nueva York, les eché una ojeada a cada una de ellas, pero no la encontré. También me metí en el sistema central, donde se almacena la información que entra y sale de las comisarias... pero tampoco encontré nada con respecto a Layla, salvo que es la hija de nuestro invitado", contestó Fran.
"Rayos...", susurró Timoteo, con desaliento.
"Entonces... ¿se acabó?", dijo Michael, el del traje azul, levantándose del sofá donde se hallaba sentado con Eddie, el rey mafioso. "¿Perdimos?".
"¿Qué dices?", cuestionó Roberto, disgustado, arqueando una de sus cejas.
"Digo... no sabemos dónde está y no tenemos ningún plan para encontrarla", contestó Michael. "Así que lo único que haremos sería poner en riesgo nuestras vidas por esa...".
Pero, justo antes de que el sujeto del traje azul pudiera terminar sus palabras: la pelota de goma cayó y rebotó constantemente en el suelo, dirigiéndose hacia un lugar al azar del lugar, en tanto Lei se levantaba imponentemente del asiento, impotente e indignado. Sacó su Desert plateada de la funda en su muslo de un rápido movimiento con su diestra, la apuntó al instante y sin esperar más la disparó cinco veces de una manera un tanto apresurada, librando al instante cinco balas doradas y calientes que viajaron a una gran velocidad por el aire e instantáneamente penetraron continuamente en el rostro y el cuello blanquecino de Michael... la sangre salpicó por todas partes como si alguien estuviese chapoteando en un gran charco de agua. El suelo se tiñó de un rojo intenso y el cuerpo cayó de repente en una gran y espesa lámina escarlata que llegaba a reflejar con debilidad el bombillo en el techo sobre él.
"¡Joder, Lei!", exclamó Ángel, asqueado, retirándose de la sala con una mano cubriendo su boca para evitar que sus arcadas terminaran haciéndolo vomitar.
Más el pelinegro no contestó, sólo empezó a dar un paso tras otro hacia el cadáver con el rostro desfigurado, bañado en sangre fresca. Y una vez que estuvo a unos pocos centímetros del difunto, se apoyó de su pie izquierdo en la superficie, y con el otro pateó violentamente su mentón. Entonces, debido a que dos de las balas habían quebrado casi por completo su cuello, la cabeza del hombre se desprendió de él y salió disparada hacia la otra punta del salón, rodando y rebotando como un balón de fútbol por la planitud del piso.
"Carajo...", susurró Alex, apartando la mirada hacia la pelota de goma, que se había detenido justo a sus pies.
"Qué puto asco", dijo Daniel.
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El Diamante Negro | Volumen 1
General FictionLei, un ex-detective que trabajaba para una agencia de policía, tras la inminente traición de su ex-mejor amigo y compañero de trabajo, Eddie; decide convertirse junto a su hermana gemela, Leia, en el líder de un anónimo grupo terrorista y/o gánster...