Introducción

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La primera vez que vi la muerte a los ojos, le dediqué una sonrisa y con un comentario burlón me alejé de ella

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La primera vez que vi la muerte a los ojos, le dediqué una sonrisa y con un comentario burlón me alejé de ella. Había creado unos ovarios de titanio y en ese momento me sentí orgullosa de mi existencia.

Dicen que la primera oración de una historia determina si el lector seguirá leyendo o si una película resultará interesante y como ésta es la historia de mi vida me pareció adecuado pensar y repensar mis primeras palabras.

No, por supuesto que no morí o no estarían disfrutando estas oraciones, pero alguien muy cercano a mí si lo hizo. Dos personas para ser más precisa, dos personas que fueron el inicio de mi historia, pero que no llegarán a presenciar el final: mis padres. Y vaya, ¿no es esa la ley de la vida? Tus padres te ven nacer, pero tú tienes que verlos morir. Pues sí; sin embargo, uno espera verlos partir de viejos cuando las cataratas hayan invadido sus ojos y el ciático los tenga adoloridos ante los cambios de tiempo, en mi caso, mis padres fallecieron poco después de mi cumpleaños número dieciocho dejándome con un millón de dudas y momentos de soledad.

Verán, yo era una chica bastante feliz y lo seguiré siendo por muchos años a pesar de que la desgracia haya tocado mi puerta. Mis padres se conocieron en el instituto y desde entonces se habían mantenido juntos con una pausa en el medio cuando ambos decidieron seguir sus propios caminos. Mi madre fue modelo en su juventud y, luego de que yo naciera, abandonó su carrera y decidió crear su propia agencia. Mi padre era un fanático de los automóviles y había fundado su propio taller de hot rods que se volvió muy famoso al punto de tener su propio programa de televisión. Y sí, estaban repletos de dinero por lo que me crié con muchas comodidades. Para mi fortuna, siempre asistí a un colegio estatal por lo que no tuve que codearme con niños creídos, aunque viviendo en Los Ángeles, California era un poco difícil no cruzarse con esos especímenes.

Y así transcurrieron mis primeros dieciocho años de vida: rodeada de padres cariñosos y dos mejores amigos que también eran pareja. Tenía el mundo en las palmas de mis manos, había sido admitida en la universidad de mis sueños y podía vacacionar en Europa cuando lo deseara. Pero una fatídica mañana en la que estaba rindiendo uno de esos exámenes que definirán tu vida académica, aunque las clases recién hayan iniciado, la directora del instituto me sacó de clases y me explicó que mis padres habían tenido un terrible accidente, falleciendo al instante.

No lloré, ni siquiera se me cortó la respiración. Le agradecí por el abrazo que me dedicó y busqué mis pertenencias. Con la frente en alto, le permití a los oficiales de policía llevarme hacia el hospital donde los cuerpos helados de mis padres descansaban en la morgue y, luego de reconocer sus cadáveres, llamé a la funeraria para planificar una ceremonia en su honor.

Dos días después, con las cenizas de mis progenitores en urnas y una maleta rodando a mis espaldas, abordé un avión acompañada de mi abuela paterna que era la única familia que tenía en el país. No lo pensé dos veces, ¿saben? Tan solo compré un pasaje de avión, empaqué todas mis cosas y me trasladé al pueblo que vio nacer a mis padres.

La colección de vehículos de mi padre y de bolsos de mi madre quedaron en casa con la mayor parte de mis pertenencias, pero poco me importó. Habían transcurrido dos días y no había derramado ni una lágrima, había aceptado mi destino como quien recibe a una vieja amiga y luego transformé mi vida sin mirar atrás ni un segundo.

No obstante, todo cambió cuando puse un pie en la vieja habitación de mi padre que mi abuela había enviado a reformar para que me sintiera cómoda. Por alguna razón desconocida pude sentir su aroma allí y la ausencia de sus palabras burlescas en el desayuno sobre mi cabello desordenado combinada con el hecho de no tener a mi madre para que me deseara un feliz día me hicieron flaquear. Me derrumbé sobre el marco de la puerta y todas las lágrimas que había estado conteniendo escaparon de mis lagrimales como una cascada hasta que mis ojos se secaron, mi rostro se enrojeció y mi abuela logró volverme a la realidad.

Sí, había perdido a mis padres de una manera horrible y de pronto me había vuelto en una huérfana millonaria, pero empaqueté todo eso y vistiendo mis mejores vaqueros asistí a mi nuevo colegio secundario en un pueblo que no merecía llamarse así y tampoco reunía la cantidad suficiente de habitantes para ser considerada un suburbio.

Y en el instante en que crucé las puertas dobles de ese edificio de hormigón con decoraciones amarillas supe que mi vida había cambiado. Con una sonrisa y caminando hombro con hombro aparecieron mis tres salvadores, aunque no los reconocí como tal hasta después. Tyler, Taylor y Theo eran todo lo que necesitaba y también los causantes de mis mayores dolores de cabeza.

Cuatro cosas puedo advertirles que encontrarán en esta historia, una por cada uno de nosotros. Uno esconde un secreto que lo atormenta por las noches, uno busca cobrarse una venganza, uno es familiar de un asesino y el último es un cabrón de primera. Es su trabajo descubrir a quién corresponde cada una de estas afirmaciones, pero puedo darles un pequeño adelanto: tras los sucesos de ese año no volvimos a ser los mismos.

 Es su trabajo descubrir a quién corresponde cada una de estas afirmaciones, pero puedo darles un pequeño adelanto: tras los sucesos de ese año no volvimos a ser los mismos

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Tres y un cuarto (RVB1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora