Capítulo 30

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La gran boda entre la usurpadora de Catalina y Pedro, iba a ser realizada. Para Benjamín era el día más difícil de todos, ver a la mujer que amaba sostener la mano de otro hombre uniéndose en santo sacramento.

Los hombres no lloraban, ni mucho menos un general, de corazón de hierro, pero a él se le escapó una pequeña lágrima de sus ojos azulados, viendo el cielo despejado, era un día soleado, perfecto para una gran boda.

María Teresa fingía sonrisas y de vez en cuando miraba de reojo a Benjamín, hasta que tuvo el momento para salir del salón e irse a la casa que no volvería a ver jamás. Lo siguió por el mismo camino, él era demasiado rápido y apenas pudo alcanzarlo cuando llegó a casa.

— Benjamín.

— María Teresa — fingió fortalezas de donde no las tenía.

— Te amo— dijo ella.

— ¡Por favor detén esto mujer! ¿Acaso no percibes el daño que me haces el unirte con ese hombre?, éramos una sola carne y tú ahora le perteneces a ese hombre y no sabes cuanto me destruye verlo como sostiene tu mano, como te mira con lujuria y deseo. Yo quiero estar en su lugar.

— No lo desearías, porque mis planes no son bondadosos ni de una mujer de buen corazón, en cambio contigo, solo quiero verte ser feliz— le puso la mano en la mejilla.

— ¿Feliz? ¿Acaso la felicidad es sin ti Teresa?, no hay vida después de ti.

María Teresa no pudo resistirse a la distancia que los separaba, besó sus labios con tantas ansias, tropezaban con objetos que se interpusieran a su llegada a su cama, la que compartirían hasta hoy. Ella cayó sobre la cama y él le sonrió mirándola como el mayor hombre enamorado.

Rosa siempre había tenido interés por ese cuarto lleno de trastos viejos, que nunca parecía ser limpiado, agarró la escoba y comenzó a limpiarlo, vio el gran espejo de detalles dorados y vio que estaba empañado, lo limpió con un pañuelo. Al ser tocado un lugar de descanso para las almas, y molestado, el alma de Catalina aprovechó para escabullirse del espejo y tomar el cuerpo de Rosa. Ella sintió una opresión en su pecho y luego solo se miraba una y otra vez en el espejo.

— Soy una esclava, pero es mejor que el encierro — sonrió.

María Teresa vio como Rosa se sentaba en la mesa y bebía café con pan de centeno, entonces lo supo, esa no era ella. Fue directo al cuarto y vio que el espejo estaba roto. Agarró por el cuello al cuerpo de Rosa.

— ¡Déjala ir Catalina!

Benjamín estaba sorprendido con lo que pasaba. María se refería a Rosa con el nombre de la mujer que había usado para llegar al trono.

— ¿Qué sucede?

— Catalina se apoderó del cuerpo de Rosa, necesito que la ates.

— ¡Es todo tu culpa! ¿Otra cosa que me ocultaste junto con lo de que ya sabías la historia de ese cuerpo?

— ¿Quién te dijo tales cosas?

— Eso es lo que menos importa, el punto en tu contra es tus mentiras, arregla tus problemas sola. Voy al castillo a cumplir con el trabajo que me obligaste a tomar.

Salió con su espada y sus botas de general. María Teresa apretó las manos de Rosa fuertemente y empezó a recitar un conjuro de liberación. Eufrates que pasaba por ahí, la ayudó a amarrarla.

— Necesito otro espejo bendecido.

Eufrates fue al cuarto por otro espejo bendecido y juntas comenzaron a recitar conjuros para liberar a Rosa, no podían permitir que el alma de Catalina deambulara por ahí, podría hacerla perder todo su progreso.

El sacerdote ya estaba listo para cuando se diera inicio la boda. Pedro estaba preocupado por la ausencia de Catalina. Esperaba que no lo hiciera pasar vergüenza delante de estos distinguidos invitados.

María Teresa que ni siquiera se había vestido, seguía tratando de encerrar el alma de Catalina.

Alejo deseaba que dejaran plantado a su padre solo para verlo enfadado y avergonzado. Él debía pagar por lo que le había hecho a su madre y la mejor manera debía ser de la mujer que tanto amaba. Había pensado que Catalina era buena, hasta que supo que era la mujer, la amante que había causado tantos problemas a su madre y a él. Por culpa de su hijo, Pedro, el enfermizo él había sido desplazado. Su padre solo amaba a los hijos de Catalina.

María Teresa logró devolver el cuerpo de Catalina a su espejo, pero sabía que era tarde. Miró el reloj en la pared, con el péndulo moverse una y otra vez. Había pasado el mediodía y se suponía que debía estar antes.

Corrió al cuarto y sacó el vestido que le había regalado Pedro para que lo usara en la boda, ya no tenía tiempo de ser arreglada en el castillo así que lo haría ella misma. Vistió y pellizco sus mejillas para darle rubor, luego aplicó un poco de flores silvestres en sus labios, que tenían un color rojizo. Hizo un moño alto con flores y usó la pulsera que había encontrado entre las cosas de Catalina.

— El carruaje está esperando afuera— dijo Eufrates.

— Espero que no hayan visto nada que los haga sospechar.

— Esta casa está blindada.

— Cuídate y cuida de los míos amiga, cuanto me gustaría que estuvieras en la boda.

— Nos veremos cuando todo acabe, me quedan muchas vidas.

María movió su mano en forma de despedida y emprendió hacia un viaje sin regreso. Una mujer estaba dentro del carruaje y le dio las flores.

Pedro estaba tan desesperado que daba vueltas sin parar, Alejo reprimía una carcajada, que se vio desaparecida cuando Catalina entró, vestida de blanco y con los ojos brillantes.

Los pajes sostuvieron su largo velo de novia, y los presentes se colocaron de pie. Pedro la miraba completamente extasiado de su belleza y su forma de caminar, ella era una emperatriz de pies a cabeza. Su barbilla siempre levantada, sin mirar a los presentes, era más que de una simple sirvienta. Por un momento dudó de que si fuera la misma Catalina.

— Te demoraste más de lo debido.

— Pero aquí estoy, ya estamos casados esto es formalismo mi señor, no se deje atormentar por mi retraso.

— Oh, ¿Cuándo me dejarás de llamar señor?

El sacerdote comenzó a decir las palabras propias de una ceremonia como esta y a leer varios pasajes de la biblia. Rezaron un padre nuestro que con anterioridad ella había practicado. Se arrodillaron y colocaron los anillos. Luego de que el sacerdote diera permiso, el levantó el velo y besó a su esposa.

El sacerdote colocó la pesada corona que María sabia llevar muy bien.

Después de la gran boda vino la gran fiesta y unos invitados se acercaron a María y la abrazaron, eran 3 muchachos con un ligero parecido a ella, supo que eran los hijos de Catalina. Una chica entre ellos fue la que permaneció pegada a ella.

— Estamos felices por ti madre.

— Ana, deberías aprender mejores modales, estamos en medio de un banquete.

— Solo quería felicitar a mi madre.

María Teresa solo pudo fingir una sonrisa.



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