Capítulo 31

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El cuerpo puede ser intercambiado, pero jamás el alma. Cuando un alma abandona el cuerpo de un hombre, no hay poder que lo haga levantar.

María Teresa estaba en el cuerpo de otra, pero su alma era la que le daba vida a aquél empaque vacío. Mientras el otra alma permanecía capturada en un espejo.

Ella cepillaba su cabello frente al espejo y veía Catalina ante sus ojos, pero había algo en esa imagen que la hacia sentir una mentirosa y no podía soportar mirarse por mucho tiempo.

Pedro le besó el hombro y puso una de sus manos, en su pecho, escuchando los latidos de su corazón. María Teresa era una mentirosa y cínica perfecta, sabía manejar el nerviosismo a perfección de tal forma que parecía siempre estar diciendo la verdad cuando no lo hacía. El truco estaba en creerse la mentira.

La gran cena como toda una señora emperatriz, con esa corona  que sabía portar con tanta elegancia. Alejo no tenía las ganas más mínimas de comer y ella notaba las miradas de desprecio que le dedicaban.

— Todos se acercaron a felicitar menos tú, ¿Qué clase de valores te inculcaron?

— Los tuyos, padre — lo miró con desprecio.

Pedro que tenía el cuchillo para picar la carne en la mano, le pegó con el mango en la mejilla que se rompió, haciendo que cayera un hilillo de sangre en la mesa.

— Cariño, has sido demasiado duro.

— No me cuestiones Catalina, yo hago lo que desee con mis hijos.

— Soy tu esposa, una mujer con opiniones, tengo derecho a hablar.

— No vuelvas a hablarme de esa manera.

Pedro la abofetear y ella lo quedó mirando con desdén, se levantó de la mesa junto con Alejo, quien iba directo a su habitación. María Teresa lo siguió.

— Tu padre tiene un mal carácter pero debes ganartelo.

— ¿Cómo? ¿Si no soy mujer y no puedo revolcarme con él?

— No te permito que me trates con tanta insolencia.

— Nunca te perdonaré que por tu culpa mi madre fue enviada a un horrible encierro.

Alejo se dio la vuelta y le tiró la puerta en la cara. Detrás de ella rompió en llanto y abrió la carta que estaba tirada al suelo. El imperio romano le había escrito para darle refugio, lejos del mal trato de su padre. Sus tutores le decían que era la mejor escapatoria, porque su padre no se atrevería a tocar al imperio romano con tal de no levantar una guerra y él estaría seguro. Además muy pronto sería vencida la tiranía de Pedro.

María Teresa fue hacia el jardín y allí estaba Pedro con azucenas, en un ramo hermoso, pero que ni detenía su desprecio hacia él. Felipe jamás la trató de esa forma, ¿Cuanto tenía que soportar para llegar a ser la única y señora emperatriz?

— Son tus favoritas, lo siento por lo de la comida, fue impertinente de mi parte, solo quería poner en su lugar a Alejo y sabes el siempre me saca de quicio. No es como Pedro, tengo tantas esperanzas en él.

— No puedes arreglar los golpes con flores, no te perdonaré así de sencillo. No soy como las demás mujeres Pedro.

— Lo sé, Catalina y por eso te amo.

— Te perdonaré esta porque espero que no se repita, o sino Pedro te juro que cogeré mis maletas y me iré, para jamás regresar.

— ¿En serio harías eso a pesar de que tus hijos se queden conmigo?

— Ya están lo suficientemente grandes.

Pedro se extrañó de las palabras de Catalina, pues ella siempre consideraba a sus hijos como sus niños y los cuidaba como lo más preciado.

— Prometo no atacarte de nuevo, haré que te curen la herida.

— Las heridas del alma no sanan Pedro.

Pedro acortó la distancia entre los dos y la besó, con tanta parsimonia que parecía el beso de un joven inocente. María Teresa sintió que el amor de ese hombre era genuino hacia Catalina, pero su carácter y sus propios demonios eran sus grandes enemigos. Entonces supo que sería mucho más fácil vencerlo, porque es mucho más fácil herir a un hombre enamorado de muerte.

Ella se subió sobre sus piernas y levantó sus vestidos quedando a su disposición. Él besó su hombro y respiró su dulce aroma de un perfume que ella antes no usaba.

— Antes odiabas la lavanda.

— Las personas cambian de gustos, Pedro.

Acarició su mejilla y luego besó la mano con su anillo de matrimonio.

— Debes saberlo muy bien, antes amabas a una mujer y ahora amas a otra.

— Yo nunca amé a Eudoxia fue algo impuesto y lo sabes. Mi padre siempre la quiso para mí porque era de buena familia, era de buen parecer pero demasiado insípida para mi gusto y muy débil de carácter. Tu corazón Catalina, es más fuerte incluso que el mío.

Ana estaba jugando a saltar en el jardín con Pedro cuando este cayó al suelo, lívido y con los labios de un color violeta. Ella gritó preocupada, interrumpiendo a Pedro y Catalina, quienes se acomodaron la ropa y siguieron el grito de su hija.

Se encontraron con un joven tirado en el suelo, blanco como un papel y María Teresa supo que debía ser la mejor actriz en estos momentos. Pensó en Felipe su hijo, estando enfermo y de sus ojos salieron unas lágrimas reales,  acomodó la cabeza del joven en sus piernas

— ¡Por favor Pedro llama un médico!

El médico demoró demasiado para llegar y cuando lo hizo el pobre joven estaba agonizando y apenas respiraba, titiritiaba de la fiebre y decía todo tipo de incoherencias.

— ¡Hermanito por favor no me dejes!— decía Ana sosteniendo su mano.

El médico escuchó sus latidos del corazón  y miró su pulso apenas perceptible.

— Hay que esperar a que la voluntad de Dios suceda, es probable que el muchacho no pase de esta noche.

María Teresa se quedó todo ese tiempo en el que el joven agonizaba y se movía de la cama, con convulsiones fuertes. Entonces Pedro borró todo tipo de duda, cuestionando el amor que le tenía ella a sus hijos.

Ese día que todos estaban preocupados por la enfermedad de Pedro, Alejo aprovechó para escaparse. Usando un sombrero negro y un traje del mismo color, junto con varias maletas. Se fue por la puerta trasera, del lado del jardín, a altas horas de la noche. María Teresa estaba buscando un balde para llevarlo al aposento de Pedro por los vómitos constantes, prefirió hacerlo ella, para hacerse ver como una madre preocupada. Cuando percibió la silueta de Alejo saltando el muro. Se acercó un poco más detrás del matorral y vio que unos hombre se bajaban de un carruaje, vestidos como romanos.

No mencionó nada a Pedro, calló por completo y se dedicó a cuidar a Pedro hasta su último respiro. Nadie notaría la ausencia de Alejo, al menos no esa noche.

Guerra De ImperiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora