8. Disnea.

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Silvia no me da la más mínima oportunidad de pagar la cena, ni siquiera a medias, porque sin que me percate ha saldado la cuenta con el camarero en un momento en el que me he ausentado para ir al servicio. Le reprocho lo que ha hecho y le dejo claro que como vuelva hacérmelo no volveré a hacer ningún plan con ella, aunque a la chica parece hacerle mucha gracia mi enfado. Como si no estuviera escuchando mis palabras, ante mi atónita mirada, se levanta y se pone la chupa de cuero para marcharse. No me queda otra que imitarla para no quedarme sola en el restaurante.

- Pues te acompaño hasta casa. - La arena atrapándome los pies provoca que no pueda alcanzarla y la siga un par de pasos por detrás. Ella se da la vuelta para mirarme risueña, aunque no se detiene y sigue avanzando de espaldas.

- Haz lo que quieras. - La castaña se encoge de hombros resuelta y vuelve a girarse.

- Vives en el edificio en el que trabajas, ¿no? - Pregunto. Llegué a esa conclusión porque, cuando fuimos al concierto, la recogí de ahí y la dejé en el mismo lugar al volver. Pero con ella quién sabe.

- No sé. - Responde un poco después, cuando ya estamos metidas en el ascensor. - Tendrás que averiguarlo.

No tengo nada que perder. El reloj acaba de pasar las doce de la noche, una hora prudencial para acompañarla a cualquier sitio y luego volver a casa en transporte público. Si su casa no está donde me imagino, tampoco puede vivir demasiado lejos, teniendo en cuenta que hemos llegado hasta Tirso de Molina en el mismo tren. Pero claro, siempre puede haber hecho algún transbordo previamente.

A unas malas, coger un taxi hasta mi piso me saldría barato en comparación con lo que debe haber pagado ella por la cena. Siendo sincera no me había fijado en la carta, pero un restaurante así de exclusivo en Madrid y con la calidad de los platos que nos han servido debe tener unos precios bastante elevados. Y a mi no me gusta que me inviten a nada, ni siquiera a una hamburguesa de un euro, pero en este caso me siento especialmente mal por no haber aportado ni un céntimo.

Silvia mantiene el ritmo acelerado de antes de camino a la boca del Metro y ahora no me corto en rogarle que aminore la velocidad. Aún llevo en el cuerpo el peso de la semana, el cansancio del concierto de ayer y los dos mojitos de esta noche. La madrileña se disculpa y me explica que es su forma de andar y que ni siquiera se da cuenta, pero que si veo que cambia de marcha solo tengo que tirar un poco de su codo para que eche el freno.

- Te duele la rodilla, ¿no? - Comenta analizando mi forma de bajar una de las infinitas escaleras de los túneles de la capital. No se lo niego porque es mi fisioterapeuta y ahora o en unos días lo comprobará ella misma. Aprieto los labios con frustración e inclino la cabeza afirmativamente. Me perturba el dolor, pero no el físico, sino el que me provoca saber que la lesión sigue ahí y de vez en cuando aparece para ponerme límites. - No te preocupes, Miriam. - La madrileña, que va un par de escalones por delante, retrocede y cuela su brazo por debajo del mío para brindarme su apoyo.

- ¿Ves? Las cintitas esas de colores que me pones no me hacen nada.

- Si quieres en la próxima sesión te las quito y me cuentas si estás mejor o peor. - Propone con voz desafiante. Definitivamente no. No quiero arriesgarme. Es ella la que ha estudiado sus añitos de carrera y yo simplemente tengo que tumbarme en la camilla y sufrir un rato sin cuestionar más. - Llevamos pocas sesiones. Dame unas cuantas más y verás como notas mejoría.

Realmente espero que tenga razón. Debo tener paciencia. Me lo han advertido Silvia, mi hermano y cualquier persona con la que he hablado del tema. No pretendo estar bien de la noche a la mañana, pero necesito sentir que voy a mejor pronto para no entrar en un vendaval de negatividad sin instrucciones sobre cómo salir.

Dos versos enredados. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora