38. Colorear el lienzo.

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Silvia me presiona ligeramente la espalda para que avance unos cuantos pasos, los justos para llegar al marco de una puerta. Y ahí me quedo sin moverme un ápice mientras ella se adelanta en la oscuridad de la vivienda para acercarse a una ventana y subir las persianas, de manera que entre la luz del exterior e ilumine la estancia. Ante mis ojos aparece un enorme salón acorde con la casa. A la derecha dos blancos sofás, uno de tres plazas y otro de cuatro, con una mesa pequeña de cristal enfrente. A la izquierda, un mueble negro que ocupa toda la pared en el que reposan libros, figuras, fotos e incluso una televisión en el centro.

En la parte más lejana a la que me encuentro hay una mesa grande y alta que se rodea de ocho sillas de madera. Detrás de este espacio, una pared cubierta por gruesas cortinas blancas que poco tarda Silvia en correr de lado a lado para que siga entrando luz solar a la casa. Cuando lo hace veo la enorme cristalera que ocupa la pared y también el patio que hay tras ella. Tal y como imaginaba, hay una piscina, aunque está tapada y seguramente vacía. El jardín no está demasiado cuidado. Algunas plantas han crecido más de la cuenta, nadie ha cortado el césped y las ramas de un tremendo árbol le están comiendo espacio a una especie de merendero con mesas y bancos de piedra. Aún así, se aprecia que es un lugar bonito y que en algún momento lo fue mucho más.

-Espero que no seas alérgica al polvo. - Dice Silvia, pasando un dedo por la madera de la mesa alta que luego me muestra. A esa distancia no lo atisbo, pero intuyo que se ha cubierto de una capa de motitas de polvo.

-¿Nunca venís?

-No mucho. Solo alguna vez para comprobar que todo está bien o para recoger alguna cosa. - Explica. - Como hoy, que tengo que coger unos papeles. Voy a por ellos. No tardo nada.

Pasa por mi lado acariciándome el hombro con la mano y me deja sola en el salón, que de pronto parece aún más grande de lo que ya es. Hay muchísimos detalles por investigar que para una persona curiosa como yo no pasan desapercibidos, pero una parte de mí también siente que debe ser prudente y mostrar respeto, no por lo que hay dentro de estas cuatro paredes, sino por lo que ya no queda.

Con el abrigo aún encima y aferrada a la correa del bolso que porto, comienzo a moverme temerosa por la sala. El silencio hace que mis pasos se marquen en la madera del suelo. Poco a poco avanzo hasta el gran mueble del televisor, que es el que más objetos reúne. Lo primero que veo son los libros y me llama la atención que hay más de uno sobre astrología, lo cual me lleva a pensar en su padre y la historia que me contó sobre Orión. Una vez más, se me encoge el pecho con recuerdos que no son míos.

Una balda más abajo hay un trofeo plateado con la forma de una raqueta de tenis. En la inscripción informan del nombre del torneo en el que se ganó y también del jugador al que fue otorgado: Iván Cruz Rubio. Se celebró en 2012, así que en ese momento el chico no tendría más de nueve o diez años. Un poco más a la derecha encuentro una foto que si no es de ese día es de otro parecido, porque aparece un Iván risueño con una raqueta entre las manos y detrás un hombre moreno con la barba poblada abrazándole que no puede ser otro que su padre.

Pero la imagen que hace más punzantes las espinas de mi garganta es una en un marco más grande justo en la balda superior a la anterior. Identifico pronto que se ha tomado en el jardín de la misma casa en la que estoy, en la celebración de un cumpleaños. En el centro, soplando una vela con el número siete, está el mismo niño, pero un poco más pequeño. Tiene la misma sonrisa y los mismos hoyuelos que en la fotografía de antes y que ahora. A su lado, pasándole el brazo por encima de los hombros, está Silvia. No puede tener más de trece años, pero es muy fácil reconocerla por sus ojos y cada una de sus facciones. Si pudiera escuchar la imagen la oiría reí a carcajadas.

Dos versos enredados. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora