26. No me avergüenzo.

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No me hace falta apartar la mirada de la carretera para que me lleguen las malas vibraciones de sus gestos. Silvia observa a través de la ventanilla puntos indeterminados del paisaje, que ya se ha oscurecido porque está entrando la noche. Se muerde las uñas e interactúa con el móvil. Escribe, llama, lo desbloquea y siempre acaba bufando o llevándose las manos a la cabeza desesperada. También tiene un tembleque en la pierna que me irrita por segundos, pero no me atrevo a pedirle que lo cese como tampoco he tenido valor para hablar desde que hemos subido al vehículo.

En apenas media hora hemos conseguido dejar la casa como nos la encontramos. La ropa de vuelta a las maletas, la comida en el maletero y lo que sacamos al jardín reocupando su lugar en el interior de la vivienda. Justo antes de arrancar el motor, le envío un mensaje a la propietaria para avisarla de que no podemos quedarnos hasta el domingo porque nos ha surgido un imprevisto, y al escribirlo se vuelve cierto y siento la frustración de no poder seguir con unos planes que estaban siendo perfectos.

Desde entonces no hay voces. El repiqueteo de mis pulseras, el deslizamiento de mis manos por el volante y el resto de los sonidos que emite un vehículo en marcha, pero nada más. Ni siquiera música. Conduzco hacia Madrid, aunque no me ha dicho el punto concreto y yo tampoco lo he preguntado. No quiero esto. Mi necesidad es saber lo que sucede para encontrar la forma de ofrecer mi ayuda, o al menos mi complicidad, pero esta impotencia no me está sentando nada bien. Se me ocurren tantas preguntas que se me están atravesando en la garganta por contenerlas. De pronto, un nuevo ruido: su teléfono vibrando durante menos de dos segundos, que es lo que tarda en descolgar.

- ¿Qué ha pasado? ¿Está bien? – Pregunta intranquila, enderezándose en el asiento con rapidez. Una pena no poder escuchar lo que le responden al otro lado de la línea. - ¿Seguro? Yo voy ya de camino. – Mientras le siguen hablando, ella niega con la cabeza. – No, no. Claro que voy. En un rato estoy ahí. Ahora nos vemos.

- Silvia, ¿a dónde conduzco? – Abro al fin la boca cuando acaba su llamada. – Mete tú la dirección en el navegador. – La chica estira el brazo y empieza a teclear en la pequeña pantalla de mi coche. En cuanto escribe el nombre de la calle puedo reconocerla. Es la misma a la que la llevé aquel día que durmió de más en mi casa y dijo llegar tarde a algún sitio. Llevamos un buen rato ya en la carretera, así que el tiempo estimado para llegar no supera la media hora. - ¿Es grave?

- Parece que no. – Me contesta, antes de emitir un larguísimo suspiro que parece de alivio. – Siento haberme puesto antes tan histérica y que hayamos tenido que salir corriendo.

- No pasa nada.

- Claro que pasa. Tendríamos que seguir allí disfrutando hasta mañana y míranos, en un coche de vuelta a casa. – Aunque no quiero que se sienta así, prefiero sus disculpas y refunfuños al silencio de antes. – Voy a darte todo el dinero de la reserva. No voy a dejar que paguemos a medias cuando te he estropeado el fin de semana.

- Que no, Silvia. Disfruté de ayer y de hoy lo suficiente como para que el dinero esté totalmente amortizado, te lo aseguro. – De reojo observo cómo se aprieta el muslo con la mano nerviosa, así que suelto una de las mías del volante y la uso para entrelazar nuestros dedos. Lo hago con miedo a que se aparte, pero se queda e incluso deja de temblarle la pierna. – Lo que importa es que se solucione todo y estés bien.

Silvia asiente y no lucha más, aunque sé que en otro momento volverá a sacar el tema. El dinero es lo que menos me importa. Me decepciona no poder acabar nuestro fin de semana juntas y también que siga sin tener la confianza suficiente conmigo como para contarme lo que pasa, pero sé que si hemos tenido que volver no ha sido por una tontería. Lo que necesite es mi apoyo, no un reproche por amargarnos lo que queda de sábado y el domingo.

Dos versos enredados. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora