1. Doña Estricta.

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Como prácticamente cada día, a las cuatro y cinco de la tarde estoy esperando impacientemente a mi hermano en la puerta del gimnasio. Soy escrupulosa con la puntualidad y él siempre va con varios minutos de retraso, los justos para desesperarme. A cualquier persona le puede resultar un horario intempestivo para hacer ejercicio, pero es cuando las salas están menos concurridas y nosotros ya le hemos cogido el gusto.

En cuanto le veo doblar la esquina medio corriendo y con la bolsa de deporte estorbándole en el hombro, levanto el brazo y me doy unos toques en la muñeca con el dedo índice de la mano contraria. No llevo reloj, pero sabe perfectamente a qué me refiero.

- Son y ocho. – Se excusa el chico alzando la voz, cuando aún está a unos cuantos metros de mi posición. – No te debo nada.

Desde hace unos meses le propuse que cada vez que uno de los dos llegara más de diez minutos tarde a entrenar tendría que invitar al otro a una de esas deliciosas barritas energéticas que venden en las máquinas expendedoras de los gimnasios por un precio tres veces por encima de su valor. Y él aceptó en un ataque de orgullo, pero en los casi seis meses que llevamos viniendo le he comprado dos barritas y yo me he comido más de las que puedo recordar.

- Si me pongo a contar todos los minutitos que le vas arañando al reloj cada día me debes otra decena de barritas.

- Quizás. – Admite sonriendo. Efrén me da un beso rápido en la mejilla y entra el primero por la puerta del local. – Pero nuestro acuerdo no contemplaba eso.

Pasamos las tarjetas por los tornos de la entrada y cada uno toma un camino distinto para ir a los vestuarios. Apenas cinco minutos después nos reunimos de nuevo, esta vez en la sala principal, donde están la mayoría de las máquinas. Es un día de suerte: no hay ni una sola persona. Compartimos una sonrisa cómplice porque ambos sabemos lo que eso significa. Mi hermano recorre la sala y se hace con el poder de la cadena de música. Conecta su teléfono y pone nuestra playlist para que empiece a resonar por los cuatro enormes altavoces I want to break free, y nos ponemos en marcha. 

Una hora después suena otra canción y nosotros estamos empapados en sudor. Primero hemos hecho elíptica y después la rutina de abdominales y tren inferior que tocaba para hoy. Además, entra a la sala un grupo de varios amigos, así que nos vemos obligados a quitar nuestra música y dejar el típico hilo de radio que suele ambientar el sitio.

- Por hoy ya está bien. – Comento, sentándome en el suelo para estirar con dificultad.

- ¿Ya? ¡Vamos a hacernos otra serie! – Efrén se mantiene activo dando saltitos y moviendo los brazos en el sitio.

- Hazla tú y yo te espero aquí. – Cuando estiro la pierna para intentar llevar las manos hasta la punta de los pies, siento un dolor punzante que empieza en la rodilla y me alcanza la cadera.

- Es la rodilla, ¿no? – Niego con la cabeza, pero la mueca de dolor ha sido demasiado obvia para que me crea. El joven suspira y se sienta a mi lado, palmeándome la espalda. – Venga, Miriam. ¿Por qué no vas al fisio? Desde el accidente llevas aguantando estos dolores y no tienes que hacerlo.

Hace casi un mes tuvimos la magnífica idea de pasar en Galicia un fin de semana que teníamos libre los dos. Iríamos a casa, veríamos a la familia y haríamos varias excursiones por el monte que teníamos pendientes. Pero las cosas no salieron según lo planeado. La primera salida eran quince kilómetros en la montaña con la bicicleta y en el tercero ya estaba en el suelo con la rodilla fuera de su sitio. Por suerte el accidente quedó en eso. No era la primera vez que me pasaba; es un problema que cargo conmigo desde que tengo doce años. Me encanta el deporte, pero tengo que andarme con cuidado con la rodilla y la cadera si no quiero visitar el hospital cada mes. 

Dos versos enredados. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora