Pasan los días que ya cuentan diez desde que he llegado aquí. He perdido bailar en el Sambódromo como siempre lo soñé y tal vez también he perdido mi empleo, pero esto es definitivamente lo que menos me ocupa. Lo que realmente no me deja descansar es el pensar en mis padres y la pena tan honda que les debe haber causado mi desaparición. Deben estar realmente desesperados al no saber nada de mí y preguntándose que capo de la mafia me ha secuestrado, o por que penurias estaré pasando yo, –si es que todavía se aferran a la idea de que sigo viva–. «Lo que daría por ahorrarles ese dolor. Lo que daría por volverlos a ver».
La familia generalmente es cordial y agradable conmigo. La verdad es que no me piden hacer nada, a excepción de Torfa que siempre alza la voz cuando se dirige a mi y demuestra mediante gestos o grocerías un descontento total con mi presencia. Lanza los cuencos en frente de mi indicando que los limpie y llenando el piso de restos de comida. Quita las pieles del banco en donde duermo y las esconde, molesta a las ovejas cuando estoy intentando ordeñarlas causando que éstas se alteren y lancen sus patas contra mi cara. Me detesta, ya lo sé, pero yo por ella solo siento pena. Veo que a veces también se ensaña con sus hermanas y es obvio que lleva un pesar muy hondo que la hace querer provocar úlceras en los demás para así poder aliviar las suyas propias.
En las mañanas, en los ratos en los que realizo lo que se ha convertido en mi tarea diaria, –recoger palos gruesos y secos para juntarles con la leña– husmeo el campo y sus alrededores y estiro la vista hasta que me lloran los ojos tratando de divisar algún atisbo de civilización que no sean la de las cuatro mujeres con las que vivo, o la otra casa separada de esta, cada una por cuatro kilómetros de por medio; pero hasta ahora no hay mucho. Hace un par de días, mientras recogíamos bayas en un bosque cercano se acercó juguetón un chico no mayor de 20 años. Es el vecino de la casa a las que nos hemos acercado por iniciativa de Asdis y curiosamente de una forma que me hizo pensar que íbamos de incógnito. Este muchacho a veces se acerca a corretear a Asdis y no ha de ser sorpresa que viste ropas y habla de la misma manera que las hermanas. Cuando me vio la primera vez parecía menos curioso que cuando me recibieron las hermanas el día en que llegué aquí. Pienso que ha de ser porque al menos ahora, mi atuendo encaja con el lugar, y aunque todavía no entiendo cuando hablan por lo menos ya reconozco algunas palabras y puedo decir algunas otras.
Desde el primer encuentro y sin perder tiempo le he pedido usar un teléfono. He hecho todas las señas que he podido pero el chico no lo ha comprendido. Tampoco sabe nada de otras cosas que teatralmente representé como: carros o aviones y la palabra Brasil que también les es desconocida. Cada día que pasa me doy más cuenta de que no estoy soñando pero aún así, nada me da respuestas de como pude haber llegado aquí o qué lugar tan raro es este.
El ver esta cara nueva hoy y que no haya podido ser algún tipo de esperanza me ha abatido y no lo he soportado más, así que sin poder controlarme he pasado la noche acurrucada en mi banco, sollozando y gimiendo entre mis manos. Otkatla que a menudo esta despierta dando tumbos entre las yerbas de la despensa, me ha escuchado y ha venido a mi lado a consolarme. Como he podido y ayudándome de iluminar mi cara con la luz del fogón, le he dicho una palabra que sabía iba a entender, — extraño a mi madre– y he visto en sus ojos compasión y empatía. Se acercó y sobó mi hombro con su palma, luego limpió mi rostro con su manga y levantándose con la cara compungida se fue a dormir. Sin embargo esta mañana me ha entregado mi bolso de mano con todas mis pertenencias y mi maletín de herramientas igualmente completo. Imagino que ha de pensar que estas cosas me pueden dar algo de consuelo pero lejos de eso, solo me traen más recuerdos de ese lugar de donde vengo y el cual siento ha desaparecido.
Hoy en la mañana hemos salido al campo como ya es costumbre a nuestra tediosa, rutinaria y aburrida labor. Luego de terminar nuestras faenas nos hemos sentado en un pedazo de tierra seca bajo los pinos; y el joven de ayer ha regresado. La cara de Asdis se enciende en un rojo escarlata cuando él llega de puntillas y en silencio halándole suavemente una de las trenzas. Ella se para y le lanza un pequeño puñado de hojas caídas. Luego corretean y me doy cuenta que es la danza alegre, tímida y sutil de dos enamorados inocentes. Después de un rato de risas y gruñidos en medio de un juego torpe, se sientan a mi lado y el chico se dirige a mi diciéndome lo que parece su nombre.
— Ragnar Hijo de Atis.
Lo pronuncio igual y el ríe a carcajadas repitiendo. —¡Sí!, ¡Ragnar, Ragnar!. Le indico entonces con un gesto que yo soy Analíz. Él me mira sorprendido y repite mi nombre, luego niega con la cabeza. Yo suspiro. Creo que no lo ha entendido pero que más da, igual aquí ya nadie me llama por mi nombre.
Al cabo de unos pocos momentos Ragnar se sentó a escribir en en la tierra una rama. Eran unos símbolos bastante raros que representaban números, y lo digo porque mientras trazaba las líneas iba colocando a cada lado bayas, así es que me di cuenta que comenzó con una baya y fue poniendo sucesivamente, dos, tres, cuatro y así hasta llegar a 33. Después comenzó a hacer algunas operaciones matemáticas sencillas a lo que Asdis trazaba y repetía y luego aplaudía con emoción. Yo también he prestado atención, aunque no recuerdo mas allá de lo que parece ser el número 11 y si mi memoria no me falla, estos símbolos no son totalmente desconocidos para mí, pues los he visto en la clase de Historia Universal de la secundaria, mientras aprendíamos sobre los Vikingos.
En la noche, apartada de las miradas de escrutinio de Torfa, me he sentado con Vigdis y Asdis y les he enseñado algunas de las cosas que toda mujer moderna conserva en su bolso de mano. No he sabido explicar que es el dinero pero creo que han entendido que las monedas deben de servir para comprar cosas, pues me han mostrado algunas sacadas de un pequeño bolso de cuero y de un material antiguo y tosco, enseñándome a decir su nombre. También se interesaron por mi pinza para cejas y sacaron algunas herramientas que utilizan para acicalarse, entre ellas un pequeño bastoncillo con la punta aplanada con el que limpian sus oídos. Yo les mostré como mantengo la forma de mis cejas tratando de sacármelas utilizando el pequeño espejo ontológico de mi maletín. Vigdis se animó a probar, pero al primer vello que saqué dio un respingo y negó con las manos haciendo una mueca de dolor exagerada. Me gustaría poder decirle que es cuestión de costumbre, pero no quise insistir. Asdis, por su parte se mostró curiosa por la llamativa botella de perfume, así que le di a oler y le coloqué un poco en la muñeca. Sus ojos resplandecían en deleite pero desafortunadamente el olor me trajo recuerdos de mi vida en Río y levantándome de un salto, las lágrimas comenzaron a rodar.
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La Burla de los Dioses (BORRADOR)
Historical FictionAnalíz, una morena de pelo largo y ensortijado, vive en una de las favelas mas peligrosas de Rio de Janeiro. Cada día reniega de su mala suerte al tener que vivir tanta dificultad en el lugar donde le tocó nacer. Un evento paranormal la transportar...