ANALÍZ

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Algunas semanas pasaron lentas y parsimoniosas. Me costaba adaptarme a mi nueva vida, ¿o debería decir: "antigua vida"?

Mis padres, temerosos de mi evidente depresión se habían instalado en mi casa para acompañarme. Era domingo y el sol brillaba fuerte. Notaba que en vez de sentirme mejor, cada vez me hundía más en el recuerdo y la melancolía. Miraba la pulsera en mi muñeca y soñaba con los brazos de Gunnar. Los recuerdos y la nostalgia estaban consumiéndome.

Caminé sin ánimos a mi cuarto. Saqué del closet aquel vestido antiguo con que había regresado aquí. Con los ojos nublados por el llanto, me lo puse y lo acaricié en silencio.

Mi madre, entró sigilosa cargando en sus manos una pequeña bandeja con quindins, uno de mis postres preferidos.

—Toma hija, alegría para el corazón.

Probé un bocado que me devolvió el alma al cuerpo y le devolví una sonrisa sincera.

—Mi niña. No estás bien. Tienes que hacer algo.

—Ese es el problema. No sé que hacer.

—Deberías volver a tu hogar –pronunció mi madre, dejándome sorprendida.

—¿A que te refieres, mamá?

—Qué es obvio que no perteneces aquí. Pareciera que estas entre dos mundos, pero no. Sólo te has quedado en aquel. Deberías regresar.

—Si tan fácil fuera. No sé como podría hacer una cosa así. Además, están tú y pai. ¿Qué sería de ustedes?

—Al menos sabríamos que donde te encuentras, estás feliz.

Mi madre y yo nos abrazamos. Fue un abrazo estrechado que me transportó a mi infancia, a esos olores de la cocina, a su voz cantarina mientras transformaba un simple pan seco en suculentos postres.

—Deséalo con fuerza Analíz. Tienes nuestra bendición.

En ese momento comencé a ver una visión nublada de mi madre.

—Mamá, te veo borrosa. ¿Qué le has puesto a los quindins?

Una sonrisa amplia se dibujo en su rostro, y ante mis ojos pareció ser joven otra vez.

—Es solo coco, hija –dijo cándidamente mientras tarareaba una extraña melodía.

En ese momento, la atmósfera se tornó sureal, parecía estar todo en cámara lenta y fue cuando una pequeña llama violeta apareció mansa a costado de mi cama. Esta vez, la extraña luz no me obligaba ni tampoco me paralizaba. Estaba ahí, ondulante esperando por mí. Creo poder asegurar que mi madre también podía verla, pues tenía los ojos muy abiertos pero sin perder su expresión risueña.

—Mamá...–escuché mi propia voz como a la distancia.

—Vuelve a tu hogar, Analíz. Vuelve a donde perteneces.

Sentí una corriente tibia recorrer mi cuerpo tras sus palabras, una paz inmensa y un total bienestar.

Viré mis pies hacia la brillante llama y de repente... Todo luz, blanco intenso. Ya no supe de mí.









La Burla de los Dioses (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora