Sus ojos estaban fijados en el impenetrable techo blanco, iluminado con esas luces del mismo color fluorescente que lastimaban la vista. Ese par de ojos color azul profundo se encontraba perdido, pero aun así, en el ambiente que la rodeaba.
Todos esos médicos científicos que la rodeaban, la abrumaban de cierta manera.
Mientras ellos pensaban que estaba completamente anestesiada, y ella se esmeraba de sobremanera porque ellos pensaran en eso, ideaba un plan en su mente, recaudando las imágenes que guardaba en su cerebro. Si algo bueno le enseño él era a tener memoria fotográfica.
Recordó primero que a su alrededor solo se encontraban nueve médicos. Bien, podría acabar con ellos fácilmente.
Sus brazos y su abdomen se encontraban sujetos por una camisa de fuerza de las que solían ponerle muy a menudo. Si fuera en otra situación le hubiera importado muy poco, sin embargo, esa vez se habían dado a la tarea de sujetarla bien a la camilla para que no moviera un solo músculo.
Conforme pasó el tiempo, ella se acostumbró a la anestesia que le propiciaban al menos cinco veces a la semana incluso cuando estaba en completa paz. Ella misma enseñó a su cuerpo a aceptar la anestesia, a suprimirlo de una manera que ella misma se llegó a preguntar.
Se limitó a prestar suma atención a todos los sonidos que la rodeaban, que en su mayoría eran sonidos metálicos producidos por las herramientas médicas que se utilizan cuando se dispone a operar a alguien de gravedad.
Le exasperaba que todo en la habitación fuera blanco; los trajes de los médicos, las paredes, el techo, las luces, su camisón de fuerza, la camilla a la que estaba sujeta, los guantes de los científicos, incluso, por algunos días, llego a pensar que, a causa de su entorno, su cabello anteriormente negro, también se había vuelto blanco..., en fin.
Todo ese odio contenido, estaba a punto de desatarse junto con su maniaco gusto fuera de lo normal.
Como si algún medico hubiera contado un chiste o hubiera ocurrido algo en su entorno gracioso, Gaelle se echó a reír a carcajadas.
Los científicos la miraban atónitos. Hoy más que nunca, habían suministrado una alta dosis de sedante y era para que no pudiera parpadear, ni mucho menos.
De los nueve médicos, dos estaban mirándola con repulsión e indiferencia, otros dos la miraban como si lo que acabara de hacer fuera algo común en ella, otros tres más estaban hundidos en rabia por la reacción de la ojiazul, y los últimos... Bueno, ellos podrían jurarse a sí mismos que se acababan de hacer del baño de la impresión.
Su risa cesó en toda la habitación y en su rostro no hubo señal alguna de que hubiera estado abriendo la boca. Cerró los ojos permaneciendo así más de cinco segundos, los cuales aprovechó para respirar lo más profundamente que la camisa le permitía. En esos cinco segundos, también visualizó la imagen de la habitación en la que se encontraba después de hacer de las suyas. Podía imaginar las paredes cubiertas de un fuerte color rojo, y también a los médicos. Los imaginó en el suelo: ahogándose en su propia sangre.
Finalmente abrió los ojos de golpe. Mostró una media sonrisa maquiavélica que hubiera hecho temblar al mismísimo demonio.
Sin más ni menos, en un solo movimiento, libero uno de sus brazos y tomó la jeringa que se encontraba en el carrito médico que reposaba a su lado. Le enterró la poderosa jeringa al médico que yacía al otro lado, traspasando la tráquea de aquel señor, haciendo que comenzara a lanzar sangre a chorros a través de la boca y del mismo hoyuelo que había formado.
Los demás se acercaron a ella para detenerla y ayudar a su compañero que, dolorosamente, se encontraba sin esperanzas.
Hábilmente liberó su otro brazo para tomar las tijeras y el bisturí. Volcó la camilla al no poder liberarse los pies y, como pudo, se defendió enterrando las tijeras justo en el corazón del médico de edad más avanzada; el bisturí fue a dar a la garganta de otro médico, sólo que a diferencia del primero, el delgado bisturí no proporcionaba la misma potencia que la jeringa que había usado para asesinar a su compañero. Así que con la otra mano que ahora tenía libre se ocupó de enterrarlo más, para después agitarlo de izquierda a derecha con suma brusquedad pero a la vez perspicacia.
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Forgive-him-not
RandomEra increíble el vértigo que se sentía cada vez que surcabas los cielos. Como si fueras inmortal. La sensación de que no importaba cuán alto volaras porque ahí abajo habría alguien que te atraparía. Pero todo lo que sube tiene que bajar, y es ahí...