Capítulo dos

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Eso fue motivo suficiente para que se transformara en «el hombre araña» y bajara la barda como si de un niño pequeño e intrépido se tratara.

Dio un gran suspiro antes de comenzar a correr nuevamente, pero ahora hacia donde pudieran perderle el rastro, en este caso, la enorme ciudad que le aguardaba.

Lo que la motivaba a seguir corriendo, era que por fin sería libre. Eso era lo que había pedido desde hace mucho tiempo.

Sí, está bien. Puede que tal vez aún no era del todo libre, pues todavía tenía a decenas de personas corriendo detrás de ella e incluso entre ellas había algunas con pistolas de dardos sedantes, pero necesitarían más que eso para detenerla. ¡Ja! Si supieran todo lo que tuvo que pasar antes de entrar a ese estúpido centro de rehabilitación.

Fue él quien le enseño a correr de esa manera para salvar su pellejo... Él. De sólo recordarlo su piel se ponía como la de gallina. Ése precisamente era otro motivo de seguir corriendo. Todas las cosas que le haría si es que lo volviera a ver, y no precisamente refiriendo a personas enamoradas. Jamás, pero jamás en la vida lo quería volver a ver, y en caso de que lo viera, no lo dejaría ir sin unas cuantas costillas rotas, un ojo morado... y posiblemente castrado.

Después de correr descalza cientos de metros sobre el suelo congelado y sin haber comido en más de tres días, llegó a la civilización. Para su buena suerte, las primeras cosas que había a la vista eran edificios departamentales sencillos, en los que fácilmente se distinguían callejones, y por ende en los callejones tenía que haber escaleras para una salida en caso de emergencia de las habitaciones. Se metió por un callejón donde lamentablemente la escalera estaba descompuesta. A simple vista se dio cuenta de que al recargar al menos su pie la vieja escalera oxidada se desplomaría.

Giró su cabeza en busca de algo más que le pudiera ser útil y fue ahí cuando encontró un gran contenedor de basura.

«En peores lugares me he metido», y con esas palabras en mente, se encogió de hombros, tomó un gran impulso y saltó dentro del contenedor para luego cerrarlo y hacerse un ovillo.

En el tiempo que estuvo ahí oculta (que fueron más de treinta minutos) enlistó las cosas que debía hacer; uno: cambiar su apariencia.

Actuando con trastienda, salió de su escondite. No fue hasta que se detuvo para regular su respiración y calmarse cuando se dio cuenta del increíble clima helado que hacía. Sin duda alguna, si pasaba la noche fuera en las calles moriría de hipotermia. Fácilmente estaban a menos de dos grados centígrados. Lo peor: ella estaba con una simple bata, descalza, y absolutamente sola.

Sola.

Era lo que más le dolía; la soledad. De alguna manera tenía que ingeniárselas para sobrevivir a esta y las demás noches. No había escapado del manicomio en vano.

Recorrió un par de calles, titiritando los dientes a causa del frío. «¿Adónde ir en estas condiciones? ¿Con quién?» esas preguntas abordaban su mente, pero cuando llegó al alcance de su olfato aquel aroma que hacía años no olía, se quedó quieta para olerlo. Era un olor inigualable e inconfundible: panecillos de arándano recién horneados.

Tal vez fuera el hambre, o tal vez su imaginación, pero de algo estaba segura: ese olor lo único que le hacía recordar era su hogar y en estos momentos no era precisamente su "hogar" en lo que quería pensar.

–¿Te encuentras bien?

Una mujer de edad avanzada con un acento inglés muy marcado le tocó el hombro, sobresaltándola. Si no fuera porque de inmediato se giró y observó su rostro para percatarse de que no era personal del hospital psiquiátrico, esa mujer estaría en sus pies, muy probablemente desangrándose. Aquella mujer la miró con curiosidad. Pensaba en qué haría una muchacha, entrando el anochecer, en las calles y vestida demasiado sencilla.

Forgive-him-notDonde viven las historias. Descúbrelo ahora