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Bianca

No paré de correr hasta llegar a mi antiguo barrio. No tengo ni idea del tiempo que me llevó, pero es posible que fuese más de una hora. Sin embargo, frené en seco al llegar a la vieja pastelería de mi madre. Tenía un cartel de «se alquila» pegado al escaparate.

Se me encogió el estómago y apoyé las manos en la enorme cristalera para ver el interior oscuro. Los estantes, antaño llenos de deliciosos dulces, tartas y bollos, hechos a manos, ahora permanecían vacíos y polvorientos. ¿Cómo podía haberse llenado de polvo en menos de dos meses?

Apreté los puños sobre el cristal y rompí a llorar, con la frente apoyada en este aún y mil recuerdos encogiéndome la garganta. La casera, cada mes, amenazaba a mi madre con subirle el alquiler o echarla de allí. Mi madre solía reírse y decirme que no me preocupase y, cada mes, preparaba una tarta de cuatro chocolates que daba a la casera con el dinero del alquiler...

Y cada mes, ella aceptaba que nos quedásemos un tiempo más... Supuse que, en realidad, era una amenaza vacía, porque no había conseguido alquilar el local desde que mi madre murió...

Seguí andando, secándome las lágrimas con las manos y sorbiendo ruidosamente por la nariz. Esta vez no corrí, no me quedaban energías ya.

Vivíamos muy cerca de allí, solía hacer ese camino cada día. Después de clase me iba a la tienda a ayudar a mi madre y ella me mandaba a casa a hacer los deberes una hora o dos después, cuando todo estaba en orden y había atendido al mayor número de clientes de la tarde, que era de alumnos justo después de las clases.

Era casi un ritual, tras acabar en el instituto iban allí en peregrinación para merendarse un bollo delicioso. Mi madre solía decir casi con pesar que estábamos contribuyendo a la obesidad infantil. Pero, también era verdad que esos chicos daban un rodeo para ir hasta allí, así que seguro que bajaban las calorías con el paseo...

Llegué a mi casa y la miré sin conseguir respirar, ni tragar saliva. No me había enfrentado a aquel lugar desde la muerte de mi madre. Mi padre mandó a un par de empleados para que metieran todo lo que yo les indiqué en cajas y llevarlo a su casa. Y ya está, no había vuelto por allí. No me había atrevido.

Entré al porche delantero y me puse de puntillas para alcanzar la llave escondida en la maceta que colgaba del techo. Hacía siglos que no había plantas, así que a mi madre le parecía un lugar genial para esconder la llave... A mí siempre me había parecido una idea pésima, pero, en aquel momento, me vino bien.

Dentro olía a polvo y humedad. Cuando vivíamos allí, siempre olía a comida y dulces. Mi madre trabajaba mucho, incluso cuando estábamos en casa siempre tenía algo en el fuego para llevarlo a la tienda al día siguiente. Le encantaba preparar platos nuevos y especiales para llevar a primera hora. También solía ir entonces a ayudarla, antes de ir al instituto. Las señoras hacían cola para tratar de llevarse el premio...

Me cubrí la boca con las manos para detener los sollozos y recorrí la cocina abandonada. Era grande, en proporción, más que el resto de la casa y, también, más moderna. Habíamos hecho una gran reforma, quitando uno de los tres dormitorios que no necesitábamos para poder ampliarla...

Fui a la habitación de mi madre. Cerré los ojos delante de su cama, perfectamente hecha y cubierta de cojines y peluches. Pude imaginármela allí, sentada, escribiendo en su libro de recetas. Quería publicar uno, pero nunca tenía suficientes recetas, así que escribía una, y otra, y otra. A veces eliminaba una anterior, otras las mejoraba.

«Tiene que ser tan perfecto como una tarta de boda», me decía cuando le preguntaba si lo publicaría algún día.

«Nadie se fija en eso», respondía yo. «Les vale con que esté rico».

Cuando muerdas la manzana - *COMPLETA* ☑️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora