Él no ofreció rescates ni promesas vacías. En cambio, me reveló un mundo donde mi dolor podía transmutarse en una forma distorsionada de placer. Sus perversiones, presentadas como un regalo envenenado, me empujaron más profundo en el abismo, pero fue la primera vez que no caí sola. Nos hundimos juntos, y en ese descenso compartido, descubrí fragmentos de vida entre la desolación. Si bien me sumergió más en aquella penumbra que parecía destinada para mí, también me mostró que incluso en el caos, se podía hallar un pulso, un ritmo, un feroz deseo de sentir que anhelaba tanto. Con él, lo prohibido no solo era accesible, sino que era un manjar al que nos entregábamos sin remordimientos. Esta es mi historia, la narración no de una superviviente, sino de una guerrera que encontró en la perversión de un extraño, la llave a una existencia donde podía finalmente respirar. Porque a veces, para poder sentirnos vivos, necesitamos a alguien que no nos salve del precipicio, sino que se atreva a saltar con nosotros. Y aunque muchos no lo entiendan, esa caída... es la más viva que he sentido jamás.