Atsumu 2

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Le pregunté por la mañana, después de que Samu me despertara tras varios intentos. Como casi todas las mañanas, empezaba a llamarme suavemente hasta que terminaba en gritos que acompañaba de patadas al colchón.

–¿¡Qué narices te pasa!? –rugí asomando la cabeza por el borde de la cama. Me topé con la sonrisa satisfecha de Samu–. ¿Ya te has curado o qué?

–Así es, me siento perfectamente bien. Ni mocos ni dolores.

–Pues sí que te duran poco los resfriados...

–No sería un resfriado. Simplemente pillé algo de frío y ya se me ha pasado. Bueno, ¿te vas preparando o me voy sin ti? –me preguntó ya en la puerta.

–¡Samu, espera! –Bajé de un salto y di un traspié. Me agarré a su brazo y conseguí no caerme.

–Dios, qué torpe eres. La racha de ayer te ha desaparecido por completo.

–Hablando de ayer... ¿qué opinas de lo del campamento? Ya sabes, de que me hayan invitado solo a mí.

Arqueó una ceja y me estudió de arriba a abajo. Tras un leve empujón me contestó:

–Opino que deberías lavarte la cara o causarás una impresión horrible con esos pelos y esas lagañas.

–¡Hey!

Samu salió al pasillo y me envió una sonrisa de medio lado.

«Pues sí que está curado...», pensé apretando el labio.

Me encogí de hombros e hice lo que me había aconsejado. Después de eso bajé a la cocina, abracé a mi abuela y le llené la cara de besos. Desayuné mis cereales a toda prisa porque Samu no me daba tiempo ni de respirar. ¿Por qué le gustaba ser tan puntual?

Nos reunimos con Suna donde siempre, quien festejó la recuperación de Samu como si hubiera sido la suya propia.

Por la mañana, aunque intenté concentrarme en las clases, me costó horrores conseguirlo. En uno de los cambios de clase me asomé al aula de Samu y le hice salir. Suna se quedó en su pupitre terminando una tarea.

–¿Qué quieres ahora?

–¿Qué opinas de que vaya a ir al campamento?

Frunció el ceño y dejó caer sus manos sobre mis hombros. Me sacudió como si fuera un saco de harina y gruñó en voz baja:

–¿Cómo puedes ser tan pesado?

Me aferré a sus muñecas para que se detuviera e insistí con la mirada. Puso los ojos en blanco y cedió.

–Me alegro por ti, de veras. Creo que te has esforzado lo suficiente como para merecer esa invitación.

«¿Qué clase de respuesta es esa?» Me erguí con orgullo y lo fulminé con la mirada, supongo que desafiante, a juzgar por el semblante molesto que adquirió su expresión.

–¿Tan difícil te es admitir que te mueres de la envidia?

–¿Qué...? –Sacudió una mano y dio media vuelta–. Mira, déjalo, me alegro de veras y si no te lo quieres creer es, sencillamente, porque tu neurona no te permite entenderlo.

–¡Mi neurona me permite perfectamente entender que eres un huraño sin emociones! ¿Qué digo? ¡Una piedra! No, mejor, ¡un muro! –Hice una pausa, pensando en que ser un muro era absurdamente imponente–. ¡¡Eres una maceta!!

Sonrió como si hubiera obtenido una pequeña victoria.

–¿Tu neurona? –canturreó satisfecho.

Más allá: InarizakiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora