Suna 6

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Los últimos días del año fueron una locura. Intentar escapar de las obligaciones me trajo muchos problemas. Mientras nuestros compañeros de aula limpiaban y ordenaban, Osamu y yo buscábamos la manera de recrearnos eternamente en la misma labor para no tener que empezar la siguiente y, con esperanza, ver cómo alguno de nuestros compañeros la hacía por nosotros. En más de una ocasión, Kudo –nuestro delegado–, nos llamó la atención y nos tildó de vagos. En mi caso, era posible, pero no en el de Osamu. Osamu nunca fue vago; solo se tomaba su tiempo para hacer las cosas.

También para los exámenes éramos así. Tuvimos que quedar muchas veces en grupo para estudiar porque, a solas, no había manera de que nos concentráramos. Yo me distraía con cualquier red social y Osamu se entretenía mirando las palabras sin leerlas en absoluto. Al parecer, solo economía, matemáticas o alguna que requiriera más actividad mental lograban mantenerlo despierto. Para las asignaturas como historia o literatura casi éramos incapaces de atender. Y aquel año, ambos queríamos mejorar en nuestras calificaciones. No es que fueran malas, pero tampoco sobresalientes. A mí me daba igual y estaba un poco cansado de las exigencias generales del Inarizaki y de sus delegados, que se pasaban todo el día diciendo que «qué mala imagen iba a dar la escuela con alumnos como nosotros.» En realidad, el único delegado que nos decía esto y lograba ponernos las pilas era Kita y, especialmente, porque no lo decía por el Inarizaki. Lo decía por nosotros, siempre por nuestro bien.

«No como el imbécil de Kudo que solo mira por las apariencias.»

Quien peor lo pasó esos días fue sin lugar a dudas Orochi. Más de una vez la vi angustiada sufriendo una de las regañinas de Kudo. No estudiaba mucho, no venía a clases, participaba en las limpiezas con la misma energía vital que una ameba y suspiraba a cada rato. Que tuviera el pelo de colores raros y encima la escuela lo consintiera suponía un duro palo a los ideales elitistas de nuestro delegado. Tal vez por eso siempre estaba pendiente de ella, lo cual era una suerte para mí porque implicaba tener algo más de espacio personal.

Cuando nos dieron las notas, casi bailé de la felicidad. Aprobarlo todo era el mayor alivio que existía, aunque en esencia hubieran sido unas calificaciones espantosas que no servían para nada. El resultado fue, resumiendo, todo aprobado pero la mayoría por los pelos.

–¿Qué tal te ha ido? –le pregunté a Osamu desde mi pupitre.

Él dejó caer las notas sobre la mesa y se echó hacia atrás con una sonrisa muy orgullosa.

–Echa un vistazo tú mismo.

Lo hice. Todo aprobado y, la mayoría, cerca del notable o incluso por encima.

–En labores domésticas eres todo un maestro.

–¡Por favor! –exclamó poniendo los ojos en blanco y dándose palmadas en el pecho–. He nacido para cocinar.

–Economía también se te da bien. Pero Historia y Literatura... –Siseé entre dientes–. Aprobado por poquito.

–¿Qué dices? No es tan poquito. Bueno, tal vez. Yo no tengo la culpa de que sean tan aburridas.

–Para mí todas lo son –admití entre risitas inocentes.

Osamu me sonrió y, agitando las manos, me pidió mis notas. Las observó y dio cabezadas conformes. Me las devolvió.

–Al menos sigues limpio.

Me incliné sobre su mesa y apoyé la cabeza en las manos.

–Me imagino a los de tercero ahora mismo hablando sobre su futuro... Menudo estrés.

–¿Tú no lo has pensado?

–¿Yo? Qué pereza... ¿Tú sí?

Osamu se acarició el mentón con la punta del bolígrafo.

Más allá: InarizakiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora