Suna 3

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Empecé la mañana acorde al tiempo lluvioso que se presentó. Mi tía me había vuelto a llamar diciendo que, debido a las tormentas que asolaban buena parte de Japón, tendría que posponer lo de Aiko. Además, usó de excusa que no estaba segura de que fuera buena idea interrumpir los estudios de mi hermana solo para que pasara una temporada conmigo. Sentí muchas cosas, pero creo que lo más notorio fueron la impotencia y la decepción. Tampoco sabía bien qué esperar de la familia de mi madre. Todos compartían ese temperamento relajado que yo había heredado en cierta medida, aunque lo triplicaban y usaban de pretexto para incumplir sus promesas. Cualquier justificación era buena para escurrir el bulto, aunque admito que una tormenta es algo inesperado contra lo que no se puede luchar y yo no quería que Aiko se expusiera a eso.

Pensé en todo esto desde la llamada de mi tía hasta que terminé el desayuno con mi padre, quien leía un antiguo artículo suyo en un viejo periódico. Le gustaba comparar sus trabajos para aprender de los errores narrativos o estructurales y mejorar en ellos.

Mi padre, Eiji, era un hombre formal de cara al público pero muy cercano en el ámbito familiar. Me exigía mucho y se preocupaba por mi futuro, pero nunca me había presionado y siempre se mostró interesado en mis preferencias. Supongo que eso me gustaba de él y era, en parte, el motivo principal por el que lo prefería antes que a mi madre. Él me dejaba mi espacio pero se aseguraba de ser parte de mi vida. Con mi madre todo eso fue muy confuso siempre. Ella aprovechaba todos los días que podía para festejar con sus compañeros de trabajo el fin de cualquier jornada; volvía tarde a casa, se olvidaba de los eventos familiares y, de pequeño, cuando acudía a ella para pedirle ayuda con los deberes, me despachaba suavemente con un «perdona, estoy muy cansada». No era grosera ni fría, al contrario, siempre había pedido perdón por esa forma tan independiente de ser. Lo malo es que, para su desgracia, nunca intentó remediarlo. Es como si se disculpara solo para sentirse mejor, no porque realmente lo lamentara. Por eso dejé de creerla y de acudir a ella. Igual que mi padre.

–¿Quieres que te lleve en coche a la escuela? –me preguntó él mientras se terminaba el desayuno.

Sacudí con la cabeza.

–Tomaré el bus –respondí llevándome una cucharada de cereales a la boca.

Al crujido de estos los acompañó el ruido de las gotas de lluvia cayendo violentamente contra las ventanas. Mi padre chasqueó la lengua.

–Rin, ¿qué opinas de este párrafo? –Volvió el periódico hacia mí.

Lo leí por encima y arqueé una ceja.

–Está bien, ¿qué tengo que opinar?

–Parece que lo ha escrito un niño de cinco años.

–Pues ya podría hacerme ese niño de cinco años mis deberes de literatura –bromeé llevándome otra cucharada de cereales.

–Qué vergüenza que alguien leyera esto... –Sacudió el periódico, lo dobló y lo arrojó a la encimera contigua sobre la que descansaba una pila de platos recién fregados–. En fin, eso es cosa del pasado. Debo procurar usar menos verbos en una misma frase o, quizá, utilizar más marcadores textuales... –Se acarició el mentón–. ¿Debería estirar la información? Usar más palabras para decir pocas cosas... No, no, eso sería imitar a Yamada y quedaría muy pedante.

–Pues usa pocas palabras para decir muchas cosas.

–Hmm, una narrativa frenética, ¿no? No sé... Tengo tanto que cambiar que no sé por dónde empezar.

Mastiqué los cereales y torcí el gesto.

–¿Por qué te importa esto tanto de repente? Ayer te oí gruñir por la noche y hoy estás muy concentrado.

Más allá: InarizakiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora