Kita 7

56 6 5
                                    


Me levanté muy temprano aquel día. Salí de mi casa poco antes del amanecer y recorrí el perímetro centrado en mis pensamientos. No me gustaba demasiado correr con música, especialmente cuando transitaba la periferia. Los pequeños campos de arroz al otro lado de la ciudad eran mi destino favorito, así que me dirigí allí sin dudarlo. El sonido del viento acariciando mis mejillas me reconfortaba no menos que las vistas. Era invierno y los arrozales estaban prácticamente desalojados y cubiertos de nieve, pero aun así era una bella visión. Las casas salpicadas entre los inmensos campos, alumbradas por la tenue llama de un sol naciente, inspiraban a visitarlas por su sencillez y humildad.

El camino que seguí era lineal y apenas pasaban coches por allí. Era mi ruta favorita, aunque no la única. Nuestra ciudad era pequeña y sus alrededores tampoco abarcaban demasiado espacio. De hecho, estaba seguro de que nuestros arrozales eran diminutos comparados con otros, a pesar de la magnitud que veía frente a mí.

Otras veces, cuando salía a correr, me acercaba más a los caminos que delimitaban con las montañas o me adentraba en el centro de la propia urbe. Fuera como fuese, aquella mañana lo usé como una excusa.

Antes de clase no me distraía en hacer ejercicio; tendría suficiente con las prácticas matutinas del club. Dado que aquel día no habría, decidí llevar a cabo un entrenamiento particular.

Me detuve en el tramo final, a la sombra de un gran roble que, sin hojas, parecía un tétrico titiritero sobre un manto blanco. A sus pies había una pila de agua. Me acerqué a ella para refrescarme el cuello y beber un poco.

–¡Buenos días, Kita! –saludó una voz tras de mí.

Me giré secando las gotas de agua en mi antebrazo. Por el camino se aproximaba un muchacho del barrio. Se llamaba Hattori Akiyama y lo conocía desde pequeño.

Correspondí al saludo. Se detuvo junto a mí.

–¿No es demasiado temprano para verte por aquí?

–Es un día especial –respondí–. Me voy a Tokio.

Sus ojos, de un marrón muy claro, se ensancharon con sorpresa. Luego sonrió como si acabara de recordar algo.

–No me digas, ¿las Nacionales?

Asentí con la cabeza.

–Es el tercer año consecutivo que los del Inarizaki vais, ¿no?

–Así es.

–Mi escuela no ha ido nunca, aunque supongo que ya no debería preocuparme. Desde que me gradué, todo es distinto. Me gustaba animar a mi club cuando competía contra vosotros. Aunque, que quede entre los dos, vuestro equipo era evidentemente mejor.

Emitió una risita y la secundé con una sonrisa. Se me cruzó un leve pensamiento por la mente y, en la fracción de segundo en que lo evalué, lo dejé salir.

–Mirándolo con perspectiva, ahora podrás venir a animarnos a nosotros.

–Eso sería divertido, si no tuviera tantos empleos –se apenó.

–¿Cuántos tienes?

–Entre todas las tiendas y los contratos que voy encontrando para fines de semana, bastantes. Debo ahorrar todo lo que pueda si quiero estudiar fuera.

–Pronto lo harás.

–Eso espero.

Durante un segundo, pensé que iba a añadir algo más. No fue el caso. Yo tampoco dije nada. Desvió la mirada tras un parpadeo nervioso y consultó su reloj de muñeca.

Más allá: InarizakiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora