Suna 8

60 6 2
                                    


Vi el partido del Karasuno contra el Tsubakihara solo una vez. Fue antes de los entrenamientos de la tarde, momentos después de regresar al hotel. Con un simple vistazo al primer set bastaba para saber quién iba a ganar. Los del Tsubakihara tenían buena técnica y un saque de altura que llamaba la atención por su exclusividad, pero nada más. Su ingenio se veía sobrepasado por la fuerza del Karasuno, un equipo compuesto de, en mi opinión, mentes enfermas que no dudaban en poner en riesgo todo su cuerpo para conseguir un punto. A su manera, eran admirables. Recuerdo que aquel partido no fue muy impactante para ellos, apenas parecían un equipo más del montón; su enfrentamiento con el Shiratorizawa, en cambio, estaba lleno de momentos que merecía la pena analizar con precaución. Fuera como fuese, prometían darnos un encuentro inolvidable.

Algo en sus jugadas me recordaba a los gemelos Miya, quizá la manera de apostar por el mejor movimiento, por demostrar cuán buenos eran, cuánto sabían, qué cantidad de técnicas habían practicado y conocían.

De repente, el no tener al Shiratorizawa en el torneo me pareció una excelente oportunidad de conocer a un enemigo nuevo e igual de intimidante. O tal vez solo los estuviera sobreestimando.

Me encaminé al entrenamiento con esos pensamientos.

Esa tarde repasamos jugadas que ya dominábamos y pusimos en práctica algunas otras que, en valoración de los entrenadores, nos vendrían bien contra los del Karasuno.

Por la noche, pocos durmieron. Los más nerviosos se escuchaban desde nuestro cuarto, hasta que en determinado momento se hizo el silencio. Supusimos que algún entrenador –o puede que incluso Kita– habría entrado a pedirles que guardaran la compostura. Nosotros no tuvimos ese problema. Yo me limité a estar con mi móvil con la absoluta seguridad de que nadie me ordenaría que lo apagase. Gin, como siempre, se durmió al primer intento. Atsumu no dejaba de revisar partidos del Karasuno y Osamu se removía en su cama sin poder conciliar el sueño. Eso me resultó curioso. Por lo general, él no tenía problemas en dormir, si bien es cierto que se despertaba de madrugada y ojeaba el teléfono un par de minutos solo para volver a dormirse.

Se levantó de la cama casi de un salto y se calzó las zapatillas.

–¿Adónde vas? –le pregunté.

–A comprarme algo. Tengo hambre.

–Voy contigo.

Ya en la puerta, Atsumu nos habló desde un sillón junto a la ventana.

–¡Tráeme algo! –casi le ordenó a su hermano.

Este lo miró con aprensión.

–¿No crees que deberías dejar eso ya y acostarte? No quiero oír mañana tus quejas...

–No me des consejos precisamente tú, que te vas a poner a comer ahora.

–No tengo la culpa de que la cena haya sido como tomar oxígeno.

–Ni que todos tuvieran el estómago de una ballena.

Osamu alzó una mano y dejó escapar el aire.

–Que sí, lo que tú digas. Veré qué encuentro.

Salimos despacio y cerramos la puerta con cuidado. No era muy tarde, apenas pasadas las once, pero sabíamos que mucha gente estaría ya durmiendo, especialmente los entrenadores y los de Tercero. Además, tampoco queríamos responder a sus preguntas, por eso mismo caminamos de puntillas y vigilándonos las espaldas mutuamente.

A salvo en la escalera, pudimos hablar en voz baja.

Las máquinas expendedoras estaban en la planta baja, en una sala de descanso que daba a la enorme recepción del hotel. Había también unos cuantos sofás y sillones de terciopelo y mimbre que parecían pedir a gritos ser probados.

Más allá: InarizakiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora