Osamu 2

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Tsumu estuvo muy irascible por la noche. No hacía más que sacar cosas del armario para hacer su maleta y enseñarme algunos conjuntos que quería llevarse.

–No vas de fiesta, ¿sabes? –le dije cuando me enseñó una chaqueta a rayas blancas y negras.

–¡Ya! Pero no estaremos todo el día en el gimnasio y quisiera causar buena impresión. Que a ti te dé igual ir hecho unos zorros las veinticuatro horas de los siete días de la semana no significa que a mí también.

Sacó una camiseta negra que tenía estampados de calaveras blancas, rosas y violetas. Lo fulminé con la mirada y él sonrió a modo de disculpa.

–¿Por qué tienes mi camiseta? –le pregunté.

–Mamá ha debido guardarla en mi parte del armario por error.

–¿Por qué me mientes?

–¡N-no te estoy mintiendo! –Me lanzó la prenda–. Te la devuelvo, tampoco es que me gustase mucho.

Puse los ojos en blanco y me levanté para guardar la camiseta en su sitio. No la había echado en falta, pero tampoco recordaba con exactitud cuándo fue la última vez que la había visto. Las cosas eran así con Atsumu: te robaba algo y lo peor de todo es que jamás llegabas a saberlo. Probablemente no lo hiciera con maldad. Quiero decir, no había nada de bondad en sus actos, pero tampoco lo hacía intencionadamente. Para Tsumu todo lo que era mío también era suyo, pero no sucedía lo mismo a la inversa. Por eso a veces, cuando manifestaba mi enfado, era capaz de pedirme disculpas. Claro que, si tuviera que contar con todos mis dedos las veces que eso ha sucedido, puedo decir que me basta con una mano.

Después de poner patas arriba todo su armario y de llevarme a mis límites de estrés, mamá decidió hacer acto de presencia y poner paz en la habitación. Ayudó a Tsumu a escoger solo lo necesario y a ordenar todo lo que había desordenado.

En mitad de aquel caos recibí un mensaje de Suna. Simplemente ponía una hora y un lugar, pero eso fue necesario para hacerme sentir nervioso.

Suspiré y salí del dormitorio tras despedirme de mamá y de Tsumu.

En el salón le di un beso a mi abuela y le prometí que no estaría mucho rato fuera. Después de mi resfriado, ella había insistido en que no me expusiera demasiado al frío.

Me puse una chaqueta de cuero y una bufanda verde y salí de la casa.

Suna me esperaba cerca de las vías del tren, donde solíamos quedar para ir juntos a clase. En los días de lluvia nos esperábamos en una parada de bus que había al otro lado y en la que siempre solía haber más de un estudiante.

–¿Ya ha llegado Aiko? –le dije al verlo.

–No, al final viene mañana. Mi tía no podía traerla hoy, así que supongo que pasará la noche con ella.

Cabeceé.

–¿Vamos al parque de siempre? –propuse.

Asintió.

A aquellas horas de la tarde no había nadie, solo un grupo de niños acompañados por los padres que volvían ya a sus casas.

Me senté en un columpio y Suna hizo lo mismo. Sacó de su mochila un paquete de mochi y me ofreció uno. No pude resistirme, aunque estaba más nervioso que hambriento.

«Es el momento de poner voz a esos pensamientos.»

–Creo que no me gusta tanto el voleibol –confesé–. No me malentiendas, me encanta, pero no tanto como a Tsumu, ¿me explico?

–Me sorprende que digas eso. Ambos os veis igual de enfermos cuando jugáis.

–Ya, pero... ¿Por qué me da igual no ir al campamento? De hecho, me siento hasta satisfecho. ¿Cómo decirlo? Me siento en paz conmigo mismo y, a la vez, pienso que a lo mejor se me nota lo suficiente como para que el equipo nacional no me haya invitado.

Más allá: InarizakiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora