Osamu 4

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Hablamos del sábado muchísimas veces a lo largo de aquella semana. El domingo apenas comenté otra cosa por teléfono con Suna y, el lunes, en el trayecto de ida, sacamos otra vez el tema. También durante los entrenamientos matutinos y, por supuesto, entre clase y clase.

El sábado sucedieron muchas cosas y a cada cuál más interesante. No pudimos obtener la ansiada grabación de Kita cantando, pero a cambio pudimos cosechar divertidos recuerdos de Aran. Omimi decidió simplemente aplaudir las actuaciones y animar a los de tercero, que se fueron mucho más pronto de lo deseado. Nosotros nos quedamos hasta más tarde, aunque Suna estaba ansioso por reunirse con Aiko.

De entre todas las cosas que sucedieron, lo más memorable fue descubrir un inquietante interés en los compañeros de clase de mi hermano hacia las travesuras. No eran como las nuestras, simples chiquilladas infantiles que buscaban sacar risitas, no. Las suyas eran serias. Hablaron de fiestas, de reuniones en casas, de desafiar las normas y vivir de una manera más liberal. Antes de que pudieran invitarnos a alguno de aquellos alocados planes, nos marchamos. Utilizamos a Suna y a su hermana como excusa: «vivimos muy cerca y es tarde para que se vaya solo», fue lo que dijo Tsumu, visiblemente nervioso.

Por la tarde, durante los entrenamientos, volvimos a pensar sobre ello. Esta vez fui yo quien retomó el tema. Ya habíamos superado el hecho de que nuestro capitán, con su voz exenta de vida y su rostro tan inexpresivo, nos dejó con ganas de captar una escena memorable sobre él. Yo, sin embargo, no dejaba de pensar en las cosas que habían estado diciendo Shiemi Nakamura y sus amigos.

«Vamos a fiestas donde se busca recrear un espacio en el que no se juzgue a nadie por su forma de ser. Todo está permitido», había dicho la chica mientras se bebía un inofensivo zumo de frutas.

Hablé de ello durante un partido de práctica entre los miembros del equipo. Yo estaba en el banquillo, esperando mi turno, con Suna sentado a mi lado y mi hermano a punto de servir. Recuerdo cómo nos reíamos de él aquel día.

-¡Ánimo! -gritaba Suna aplaudiendo-. ¡Buen saque!

-¡Ese Atsumu! -secundé-. ¡Demuestra quién es el mejor colocador del mundo! ¡Dale a ese balón sin piedad!

Atsumu se giró hacia nosotros.

-¡Callaos, joder! -rugió, colorado y con la pelota apretada entre las manos.

Mi hermano resopló y, a la señal del entrenador -que hacía un gran esfuerzo por no reírse de la situación-, lanzó el balón y lo siguió con decisión. En ese momento, volví a abrir la boca.

-¡A muerte con él, Tsumu!

El golpe sonó con fuerza pero el balón nunca llegó a pasar la red. Chocó contra ella y se resbaló por sus cuerdas.

-¡¡Osamu!!

-Osamu, por favor, no lo distraigas -me riñó Aran desde la cancha.

-A ver si ahora no voy a poder animar a mi hermano -susurré por lo bajo. Suna soltó una risita.

Más allá, también en el banquillo, percibí una mirada intensa y analítica. Me giré lentamente y me topé con los frívolos ojos de Kita. Su expresión, para variar, era indescifrable.

-P-perdón...

Alzó una mano.

-No te preocupes. Si tu hermano quiere dedicarse profesionalmente al vóley, creo que debería aprender a servir sin esa manía tan ridícula. Perder el control le resulta demasiado fácil y eso es muy perjudicial.

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