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Valeria estaba atrincherada en su habitación, y abrazada a su almohada, escuchaba los gritos de su padre a través de la puerta fuertemente cerrada.

—¡Eres un fraude! —gritaba Eduardo Sarmiento con toda su garganta—. ¿Cómo te atreves a mentirme a mí, a tu padre! ¡La vergüenza tan terrible que tuve que pasar por tu culpa no te la perdonaré jamás! —Valeria cerró sus ojos con fuerza y una lágrima rodó por sus mejillas. Ni siquiera tenía el consuelo de imaginar que su madre la estaba defendiendo, o por lo menos, pidiéndole a su padre que no fuera tan duro con ella, pues claramente se le escuchaba cómo, en vez de eso, le echaba más leña al fuego.

—Me hizo quedarme de la fiesta sólo para hacer el ridículo —decía Mirna—. ¿Qué es eso que hicimos tan mal para merecer una hija así?

—¡Que sepas que estás castigada para siempre! —vociferó Eduardo—. Sin tarjetas de crédito, sin el auto, sin nada más para tus gastos que lo esencial para que sobrevivas en la universidad, ¿me entendiste? Y si por tu culpa pierdo los negocios que logré conseguir, ¡también estarás fuera de la familia! —Valeria se cubrió la boca con las manos ahogando un sollozo.

Nada, para ellos no valía nada. Había vuelto a ser la hija que no merecían.

No tenía caso preguntarse por qué. Desde aquél accidente donde su hermano menor había fallecido, todo se había derrumbado. Sus padres, sus propios padres, la consideraban sospechosa de haber matado al pequeño Dairo, y desde entonces su vida era una pesadilla.

Pero, la verdad, su vida se había convertido en una pesadilla desde que ese mocoso había nacido. La criaron con el pensamiento de que sería la sucesora de los negocios de la familia, la enseñaron para ser una mujer fuerte e independiente, pero nada más se necesitó que les naciera un hijo con pene, para que la desplazaran totalmente. Los odiaba por esa hipocresía, y se alegraba de que se les hubiese muerto su hijito querido.

Ahora tendrían que conformarse con ella, porque, lo quisieran o no, ella era su única hija viva, y se estaba preparando para tomar su lugar cuando fuera el momento.

Ah, si Fernando fuera suyo, todo sería más fácil. Si Fernando la quisiera, aunque fuera un poco, este largo camino al poder se habría acortado inmensamente.

Pero Fernando era un estúpido, y a ella le tocaba trabajar más duro.

Y el idiota de Alejandro no estaba colaborando. No había hablado mucho con él anoche luego de que la fuera a buscar al hotel, sólo le advirtió que, si todo era una mentira, ella se las pagaría, porque odiaba quedar en ridículo. ¿Cómo que se las pagaría? ¿Qué quería acaso que hiciera? Si tan sólo tuviera un poco más de cerebro, ingeniaría un método para atraerla. Ya una vez le gustó, ¿por qué no podía ganársela nuevamente?

Bueno, tenía que concederle que estaba compitiendo contra el mismísimo Fernando Alvarado, así que tenía el listón muy alto.

Los gritos de su padre por fin cesaron, y ella se dejó caer sobre las almohadas de su cama. Necesitaba irse de aquí, necesitaba ser independiente, pero le faltaba mucho para graduarse, y no tenía dinero propio. Sus padres nunca le darían el dinero que se necesitaba para tener su propio lugar. A pesar de que no la soportaban, preferían tenerla vigilada. Su padre había estado contento con ella mientras creyó que Fernando era su novio, pero toda la agresividad pausada de esos días se acumuló y multiplicó ahora.

Todo le estaba saliendo mal, lloró. Necesitaba recogerse, recomponerse, pensar claramente, y volver a la carga.

Porque no se dejaría, no de Silvia.


Fernando dejó salir un último suspiro y se tiró a un lado de la cama con la mano sudorosa de Silvia aún entre las suyas, mientras los dos recuperaban el aire y trataban de normalizar los latidos de su corazón. Silvia cerró sus ojos apretando sus dedos entre los suyos, totalmente desnuda, y aún con la electricidad de su último orgasmo recorriendo su cuerpo.

Tu ilusión (No. 5 Saga Tu Silencio)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora