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En los siguientes días, cada vez que Fernando veía a Silvia, caminaba a ella para saludarla, o levantaba una mano agitándola hacia ella. No había dejado de llamarla sirvienta, pero el tono había cambiado. Como sabía que eso la molestaba, lo hacía.

Era una tontería, pero encontraba diversión en ello.

Ya sabía su nombre, Silvia. Lo escuchó de boca del profesor de la clase que compartían, y se lo grabó. Había imaginado que tendría un nombre hermoso, y Silvia le pareció perfecto. Silvia la sirvienta. Tenía sentido.

Esperaba que ella pronto comprendiera que se trataba de una broma y pudieran reírse de aquello juntos. Porque debía sonreír bonito esa condenada que sólo le mostraba su ceño fruncido y le volteaba los ojos cada vez que se le acercaba.

Y una tarde, otra de esas tardes en que nadie inventó un plan para salir a fiestear, beber, o vagabundear, entró a su auto y se quedó allí largo rato. Tenía dos trabajos de la universidad para presentar, y ambos significaban un alto porcentaje de la nota final, así que no podría esquivarlos. El compañero que siempre le hacía los trabajos a cambio de dinero esta vez le había dicho que no podría cumplirle, así que estaba en un apuro.

Entonces, negándose volver a casa, negándose ponerse a hacer sus tareas, y negándose a su realidad, se quedó allí al interior del auto por largo rato. Fue así como se hizo testigo de una escena curiosa.

Tres chicas caminaban furtivamente dirigiéndose a alguna parte. Algo en su andar le llamó la atención, esas tres no iban a hacer nada bueno, pero no era su problema, se dijo, sólo que entonces, más allá, vio a su sirvienta cerca de su auto, muy concentrada en sus cosas, y sola. Esas tres iban a hacerle daño a Silvia, comprendió, y salió del auto tras ellas.

—Mira a quién tenemos aquí —dijo una de las matonas—. Silvia, la sirvienta—. Fernando frunció el ceño. ¿Por qué la llamaban así? ¿Es que no respetaban? ¡El único que podía llamarla sirvienta era él!

—¿Qué te hace pensar que tienes derecho a entrar a nuestra universidad? —siguió la otra matona—. Eres una estúpida que debió quedarse en las cocinas mantequeando —ahora, la chica se acercó al Mazda de Silvia, y con algo metálico que tenía en sus manos, le rayó la pintura del capó. Silvia miró aquello sin reaccionar, y eso sorprendió a Fernando. Había pensado que estaba encantada con su carro, y cualquiera gritaría y chillaría por este daño.

—Mira a quién tenemos aquí —suspiró Silvia mirándolas una a una—. Daniela, Natalia, y Valentina, las tres fresitas más rosaditas de la universidad.

—No te atrevas —masculló Daniela, la que le había rayado el auto.

—¿Qué quieres? —preguntó Silvia sin pestañear—. Esa pintura te va a salir cara.

—Demándame —sonrió la otra—. Explícame una cosa, sirvienta. ¿Te crees la gran cosa sólo porque Fernando Alvarado te dirige la palabra y por eso me miras con tanta altanería? —Aquello hizo que Fernando, que se hallaba escondido tras un auto, abriera grandes los ojos. ¿Qué tenía que ver él en todo eso?

—Ah, tú eres otra —suspiró Silvia—. ¿En cuál lista estás? En la lista de las que ya se acostaron con él, o en la lista de las que se acostará con él en un futuro cercano.

—Te callas.

—Oh, lo siento, su majestad. Debí pedirle permiso. ¿Qué quiere usted de mí? Lo haré, lo haré sin dudar—. Confundida, Daniela miró a sus amigas. No habían esperado esta reacción.

—Que te largues de esta universidad.

—¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido?

—No perteneces aquí. Seguramente sólo viniste a pillar marido rico. Cancela y vete lejos, o te irá muy mal.

Tu ilusión (No. 5 Saga Tu Silencio)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora