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Mirna de Sarmiento, la madre de Valeria bajó de su auto y se encaminó a la entrada de la clínica de reposo donde se hallaba su hija.

Sólo llevaba unas pocas semanas aquí, pero podía decir que sus vidas habían cambiado para siempre. Valeria había sido traída aquí en contra de su voluntad, como era de esperarse, y al principio se negó a recibir tratamiento y medicamentos, lo que había dificultado mucho las cosas, pero en una ocasión en que ella y Eduardo al fin pudieron ir juntos, Valeria se desató.

—¡Yo no maté a mi hermano! —les gritó una y otra vez, al principio con todo el odio y el rencor acumulado durante años y años, y luego, entre lágrimas, llena de dolor y resentimiento—. ¡Yo no maté a mi hermano!

Mirna y Eduardo se miraron el uno al otro dándose cuenta de que, aunque nunca la acusaron abiertamente, ambos habían pensado que ella, su hija, había querido deshacerse del pequeño.

No se habían imaginado que esto había causado tal herida dentro de ella.

Luego, descubrir que había sido abusada en su misma casa, les partió el alma. No les había contado nada, lo había asumido sola y a su manera, lo que había intensificado su mal. El terapeuta a cargo de su caso les había explicado todo el daño que ella había sufrido en su psique, y que había muchos más por descubrir.

Hacía tiempo que Mirna no miraba a su hija como una madre mira a su niña, pero esta vez lo hizo, y lloró por su propia negligencia, lloró porque su pequeña estaba echada a perder tal vez para siempre y era su culpa; ella la había aislado, primero poniéndole estándares muy altos y difíciles de conseguir, y luego haciéndola a un lado dejándola sola, arrebatándole sus sueños y metas.

Qué mala madre había sido ella, qué mal padre había sido Eduardo. ¿De qué les servía acumular riquezas, si su hija estaba enferma, si su único legado importante, que era ella, no era siquiera apto para vivir en sociedad? Por envidia a una chica, había hecho todo lo posible por causarle el mismo daño que le habían hecho a ella. Valeria admitió haber deseado que a Silvia Velásquez la violaran, así como había sucedido con ella, y que muriera.

Afortunadamente, todas las pruebas que la implicaban en el secuestro de Dora y Silvia eran más bien circunstanciales, y ninguna prueba sólida la incriminaba irremediablemente. Por otro lado, y gracias al cielo, tanto Fernando Alvarado, como Silvia Velásquez, habían cedido en no acusarla directamente y permitir su tratamiento psiquiátrico. Si ellos se hubiesen opuesto, las cosas no habrían sido tan fáciles para ellos.

Como siempre, caminó primero al consultorio del profesional que trataba a Valeria, y luego de escuchar el reporte de su comportamiento en los últimos días, fue hasta ella para verla.

Valeria estaba sentada en la banca de uno de los jardines de la clínica, con el uniforme de los pacientes, el cabello castaño claro recogido de cualquier manera en la coronilla de su cabeza, y mirando al vacío. Cuando vio a su madre, no se movió, no sonrió ni hizo ningún ademán, sólo la miró de arriba abajo, admirando su ropa cara y bonita.

—Hola, hija. Me dijeron que has estado mejor estos días.

—Yo estoy bien —dijo Valeria con voz plana—. No necesito estar aquí, pero me tienes encerrada.

—Ya hemos hablado de esto —le dijo Mirna—. Es por tu bien—. Valeria sólo esquivó su mirada, y Mirna se sentó a su lado. De su bolso sacó un teléfono, el de Valeria, y se lo mostró—. Tu estrategia ha resultado bien —le dijo Mirna—. Hemos conseguido que Alejandro Santana se largue del país. Los Santana no saben donde meter la cabeza de la vergüenza. Tu padre dijo que muchos negocios con ellos se han venido abajo, inversionistas se han retirado y... —Valeria al fin había mostrado interés en lo que su madre decía, y se giró para mirarla de frente.

Tu ilusión (No. 5 Saga Tu Silencio)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora