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Silvia no volvió al hotel esa tarde, sino que encaminó su auto hacia su antigua escuela. Una vez allí, bajó y admiró la vieja edificación sintiéndose nostálgica otra vez. Era un colegio bastante grande, y en un pabellón estaba la primaria, y en el otro, el bachillerato. Recordaba ahora que Sebastián siempre tenía que esperarlas para poder irse a casa juntos, ya que su horario era más corto que el de ellas.

Miró hacia el muro donde el niño siempre se sentaba con su mochila llena de libros mientras ellas hacían su última hora de clase y casi le pareció volver a verlo allí.

Su Sebas, al que casi pierden en aquel incendio, y luego, en el hospital. Todo estos, actos de la mujer que los había dado a luz...

—¿La puedo ayudar en algo, señorita? —preguntó un hombre saliendo por uno de los portones del colegio, y Silvia se giró a mirarlo—. El colegio está cerrado por las vacaciones, y todavía no inician las matrículas...

—No, no vine a eso. Sólo... Lo que pasa es que yo estudié aquí... quería ver de nuevo el colegio.

—Ah... ¿Usted estudió aquí? —preguntó el hombre mayor mirándola de arriba abajo, y tras ella, el automóvil reluciente bajo el sol—. ¿Seguro que no fue en el colegio para señoritas "Pureza de María"? —Silvia se echó a reír. El colegio para señoritas "Pureza de María" era el lugar donde Eloísa y Ángela habían estudiado toda su vida, y no era público, sino privado. Allí era donde iban las niñas de la alta sociedad, una mensualidad equivalía a más de dos sueldos mínimos, y Ana apenas ganaba medio en aquella época.

Nunca habría podido siquiera mirar a través de las rejas de aquel colegio, mucho menos, matricularse y estudiar allí.

—No, estoy segura—. Silvia respiró hondo y miró la edificación con añoranza. No importaba que fuera una escuela pública, aquí había vivido momentos muy bonitos.

—Pues, si quiere, entre y eche un vistazo —dijo el hombre, lo que hizo sonreír a Silvia, que aceptó agradecida la invitación.

Una vez dentro, admiró los salones, las canchas, el aula múltiple, y advirtió que le habían hecho mejoras. Como siempre, cuando se regresa a lugares frecuentados en la infancia, lo vio todo mucho más pequeño que en sus recuerdos. En su mente esto era mucho más bonito; tal vez, se dijo, sólo estaba siendo víctima de su propio cerebro, que siempre endulzaba los recuerdos y los hacía más bonito de lo que en realidad fueron.

Salió de allí sabiendo cuál era el sitio que quería ver ahora, y hacia allí condujo.

Cuando su padre murió, hacía ya muchos años, sólo recordaba vagamente el lugar donde fue enterrado. Habían estado los cuatro en el momento del entierro, y en su mente tenía la imagen de Ana con Sebastián en brazos, mientras lo abrazaba y lloraba. Paula se sujetaba de la falda de Ana, y ella sólo miraba todo preguntándose qué debía hacer para que todos dejaran de mirarlos así.

Los vecinos los habían ayudado mucho en aquel momento, reuniendo lo de los gastos fúnebres, e incluso, supo después, que la fosa en la que lo habían enterrado era prestada por uno de ellos, y a los cinco años habían tenido que exhumarlo para darle su espacio a alguien más. Los huesos de su padre estaban en un osario, pero no sabía dónde estaba.

El sepulturero fue de ayuda entonces. Era un hombre muy anciano, muy flaco, casi desdentado, pero se conocía todo el cementerio como si fuera su casa, y le señaló el lugar en donde posiblemente estaban los huesos de Alberto Velásquez.

Los huesos de su padre.

El hombre que más le había fallado en la vida, y por el que, llena de miedo, se había llenado de desconfianza hacia todos los demás.

Tu ilusión (No. 5 Saga Tu Silencio)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora