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Los primeros recuerdos que Silvia tenía de su infancia involucraban siempre dos cosas: a su padre borracho, y a Ana cansada.

Y ahora mismo, Ana estaba muy cansada. Intentaba llevar a Alberto, su padre, a dormir la borrachera en su cama. Unos amigos habían hecho el gran favor de traerlo desde la taberna más cercana, y era tarea de las hijas ponerlo sobre la cama.

Silvia no tenía tanta fuerza en sus flacos brazos, pero intentaba ayudar. Paula y Sebastián ya estaban dormidos, pero no valía la pena despertarlos porque sólo se asustarían, los mirarían con sus enormes y oscuros ojos asustados preguntándose por qué papá estaba en ese estado.

Por Dios, ella sólo debía tener ocho años en esa época, y aun así, estaba ayudando a su hermana adolescente a meter a la cama al adulto que se suponía cuidaba de ellas. Pero en ese momento no era consciente de todo eso, sólo sabía que había que ayudar, así que ayudaba. No lloraba, a pesar de la ausencia de mamá, y aunque los recuerdos que tenía de ella eran siempre enojada, gritándolos, y dándoles órdenes, no podía más que suponer que todo sería diferente con papá si ella siguiera aquí.

Ellos peleaban todo el tiempo; no tenía modo de saber quién iniciaba las discusiones, pero siempre terminaban con papá yéndose y ella descargando su frustración o su ira con sus hijos. Ana se metía en medio para protegerlos, pero entonces recibía las palizas. Silvia la vio muchas veces renquear por el dolor, y entonces odiaba a su mamá por eso.

Y, finalmente, ella se había ido, y ahora papá permanecía borracho, y Ana cansada.

Vio a Ana sentarse en la cama al lado de su padre, que roncaba inconsciente, tratando de recuperar el aliento.

—Ya vete a dormir —le dijo—. Mañana tienes clase —Silvia sólo asintió mirando a su padre. No sabía cuándo había empezado esta rutina de tener que llevarlo a la cama, pero en este momento le parecía que siempre había sido así. Hubo una época en que él era feliz, los cargaba, los mimaba, reía mucho... ahora era este hombre siempre mirando lejos, yéndose y volviendo en este estado.

Ana se secó el sudor de la frente y echó su cabello atrás, y entonces Silvia la miró. No era el sudor lo que ella se secaba, eran lágrimas.

Ana estaba llorando. La mujer más fuerte que ella había conocido, la que la mandaba a dormir, a hacer tareas, le cocinaba y le lavaba la ropa, ahora estaba llorando.

Eso hizo que a ella también le dieran ganas de llorar, pero como Ana intentaba disimularlo, ella también lo hizo, y se fue a la cama que compartía con Paula, pensando en lo que acababa de pasar. De alguna manera comprendía que el que Ana llorara mostraba la gravedad de la situación. Si ella, la más fuerte, la más decidida, mostraba tal desesperación, nada bueno les quedaba.

—Por favor, que mi papá deje de beber —oró con sus ojos cerrados—. Que no vuelva a emborracharse. Y no importa, que regrese mamá.

Dios no contestó ninguna de esas oraciones. Por el contrario, las cosas empeoraron.

Una mañana estaba Ana ayudándolos a alistarse para ir al colegio cuando le avisaron de la muerte de su papá. No fueron a clase ese día, Ana tuvo que hacerse cargo del cuerpo muerto de su padre, los vecinos ayudaron con los gastos funerarios, les llevaron comida, una vecina fue a cuidarlos un par de noches... Y luego la vida tuvo que continuar. Ana dejó de ir al colegio para dedicarse a trabajar, y a ella, con sólo nueve años, le tocó cuidar de sus hermanos mientras tanto.

Ana les preparaba el desayuno y dejaba parte del almuerzo adelantado. Al regresar del colegio, Silvia lo calentaba, lo servía, y también vigilaba que Paula y Sebastián comieran. Había días que eran un total desastre, Sebastián hacía regueros en la mesa, o lloraba por alguna tontería, y Paula se negaba a lavar los platos, a recoger el desorden, y le tocaba a ella enojarse, o hacerse la desentendida, y cuando Ana regresaba, la casa estaba patas arriba y la culpable era ella.

Tu ilusión (No. 5 Saga Tu Silencio)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora