La carta que aún guardas en el armario.

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Hace trece años, un niño de nueve lloraba en el hombro de su hermano. Te había escrito una carta con lágrimas; la evidencia había quedado plasmada en la pequeña hoja de papel que ahora leías. 

¿Sabes por qué te escribió una carta?

Porque fuiste un idiota. Lo menospreciabas, lo tratabas mal y lo hacías sentir como el peor error que habías traído al mundo. Pero tú no lo sabías, siempre pensaste que eras perfecto. Solo cuando leíste esas letras con atención, te diste cuenta por primera vez de todo lo que habías provocado.

Es una pena que tu cerebro apenas te permitió comprenderlo por un segundo, y luego, como si nunca hubieras leído el dolor de tu hijo, lo olvidaste.

Con el pasar del tiempo, cambiaste una parte de ti. Sí, cambiaste, no erradicaste. Únicamente reemplazaste un hábito negativo por otros. Y seguiste siendo la misma persona, con diferente disfraz.

El niño, por otra parte, sí que se transformó. Su sonrisa ya no estaba. Todos se preguntaban a dónde había ido. Las personas empezaron a temerle. Nadie hablaba de él, lo respetaban. Y jamás se atrevían a mirarlo a los ojos; tenía una mirada exánime. No necesitaba decir mucho para que comprendieran su mensaje.

Él jamás volvió a llorar, no por ti. Ya no le importabas. 

Un día, se metió en problemas en el colegio. Tuviste que ir a una reunión con la psicóloga. Ahí, a solas con ella, empezaste a sollozar. La psicóloga te había preguntado por qué tu hijo ya no te hablaba, y le respondiste, haciéndote el inocente, que no lo sabías.

Qué cínico fuiste.

Después, el niño, que ahora se había convertido en adolescente, entró para hablar con ella. La habitación de la psicóloga se llenó de carcajadas; retumbaban en todos los rincones. El adolescente no podía creer la ironía de la vida. ¿Su padre llorando por él, cuando años atrás era él quien lloraba?

Qué patético, pensó.

Regresaste a casa después de eso, achicopalado. Te sentaste en el sofá y elucubraste la razón de tu pérdida. Entonces volviste a leer la carta, que habías guardado en un cajón desde hace tiempo. Parecían jeroglíficos; no entendías nada.

Hasta el día de hoy, trece años después, no logras comprender lo que dice. Mas la guardas en un lugar especial como si fuera un santuario. El declive de tu paternidad; la carta que aún guardas en el armario.

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