Cápitulo VI

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Nuestros días sin palabras me ponían inquieto. El paso de invierno a primavera señaló un cambio en mí. Caí preso de un deseo, una vitalidad y una atracción que parecían suscitarse todas las mañanas a la hora del almuerzo cuando los alumnos escapaban de sus aulas en busca de los treinta minutos de libertad. Al igual que Damon, comencé a fijarme más en las chicas. A veces, mientras él me contaba algo, la mirada se me perdía entre nuestras compañeras, pero, si me quedaba absorto por demasiado rato, él se enfadaba de manera descomedida y se volvía cada vez más posesivo. «Me haces sentir como un idiota», decía. Desde el beso que depositó en mi mejilla la noche de «Alejandro y Hefestión», le veía cambiado; se enojaba con facilidad y cada que nuestros dedos se encontraban al caminar uno al lado del otro, se metía la mano en el bolsillo del saco. No le tomé mucha importancia, asumí que era por la edad.

Un día me animé a entablar conversación con Minnie, la chica que se sentaba delante de mí. Ella era la muchacha más grosera que jamás había conocido. Soltaba barbaridades a diestra y siniestra, pero en ese momento yo estaba encantado. Mis tiernos pensamientos me decían que los opuestos se atraen y que era un buen comienzo. Las enormes monturas de sus gafas cuadradas color naranja evocaban que era una nerd pero no, de hecho, ella era la que molestaba a los nerds de la clase. Todavía me pregunto porqué correspondió a mi gusto y porqué no me molestó antes.

En mi sed de amor adolescente, recurrí a ella. Comenzamos a hablar con frecuencia antes de volver a casa después de la escuela. Minnie era platicadora, sin embargo sus temas de conversación eran sumamente aburridos y superficiales. Me entristecía que no sintiese afición por alguna cosa en particular; ni en la música, ni en el arte, ni en los deportes, ni en las celebridades, ni siquiera en la ropa. Era muy aburrida. Di mi primer beso con ella justo antes de que cada quien tomara su camino. No me ruboricé, no sentí nada. Cuando alcé la mirada, me encontré a un Damon traicionado al otro lado de la calle.

Mirando atrás, el verano de 1982 apuntó a una época de despertar sexual tanto para Damon como para mí. Nos distanciamos un poco, pero nuestro lazo permanecía intacto. Siempre regresábamos el uno al otro. Yo no había comprendido aún su torturada conducta guardada en relación con que nuestras manos se tocaran de vez en cuando o nuestras miradas se mantuvieran fijas por mucho tiempo. Sabía que me tenía confianza, pero pensaba que había madurado y que ahora que las chicas comenzaban a interesarse por él no quería verse tan vulnerable. Algo me decía que me quería mucho, pero que físicamente se había hartado de mí.

Mi noviazgo con Minnie le crispaba muchísimo y sus opiniones sobre ella y sus pecas envenenaban mis oídos. Decía que era una vulgar, que la había visto limpiarse la nariz con la manga del suéter y que tenía un nido de aves en el cabello, también solía agregar la famosa frase: «los pelirrojos no tienen alma». Siendo sincero, Minnie y yo solo éramos un par de conocidos que se habían besado dos ocasiones en tres meses de relación, así que no me herían tanto los comentarios de mi amigo. En ciertos aspectos, ni la quería tanto, sino que anhelaba tener una unión especial con alguien, sin saber que esa conexión ya la tenía con un chico rubio que criticó mi calzado hacía un par de años.

Huí de mi relación con Minnie. Damon se quedó maravillado, todavía así fue incapaz de mantenerme la mirada en público. Casi volvimos a ser como antes. Leíamos juntos. Creábamos música juntos. Paseábamos juntos. Hacíamos todo juntos y, una mañana de sábado, volvió a tomarme de la mano.

Me dijo que no le fue fácil alejarse del mundo en el que vivíamos él y yo. No estaba seguro de adónde ir, ni de quién era y confesó que hubo un tiempo en el que mi sonrisa le confundía. Aquel arreglo, aunque doloroso para Damon, le había permitido esclarecer su mente. Quizá yo era demasiado idiota porque no entendí qué era lo que se tenía por aclarar.

Incapaces de romper nuestro vínculo. Damon y yo nos quedábamos viendo desde la distancia, aunque ahora eso ya no importaba porque volvimos a pertenecernos.

Las paredes estaban cubiertas de dibujos. El libro de Alejandro Magno yacía en un pequeño pedestal en mi escritorio. Entre las páginas reposaba una instantánea de Damon y yo y la fotografía de Kate Bush en leotardo. Me aflojé el cinturón, tomé prestada la imagen regalada por mi amigo y me escabullí al baño.

Todavía no era capaz de comprender las relaciones, ni las chicas, ni los chicos, ni las amistades, pero había algo que sí lograba asimilar: la masturbación. Me gustaba la sensación del camino, pero detestaba el arrepentimiento. Tocarme con la imagen de la señorita Bush era un buen comienzo hasta que la mirada se me nublaba, mis pensamientos divagaban y entraba como a un estado de catarsis. Al terminar observaba la fotografía preguntándome si lo hacía por ella o por la persona que me la había obsequiado. Instantáneamente me califiqué como un depravado y juré no hacerlo de nuevo jamás. Estaba dispuesto a renunciar a mi naturaleza, negar mis deseos.

Tumbados en su jardín, llegó una interrogante.

— ¿Te gusta alguien?

Él se quedó pasmado. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y al fin respondió:

— ¿Por qué me preguntas eso?

— No lo sé — tartamudeé.

Entonces se encogió de hombros.

— Pues... hay una chica. Es mi vecina, es mayor.

Nada en mi corta vida me tenía preparado para escuchar eso.

— Va en una escuela exclusiva para mujeres, en Essex — dijo —. Tiene dieciséis y creo que le gusto.

— Oh.

Me tocó el brazo, llamando mi atención.

— Se llama Janice.

Asentí.

— Damon.

— ¿Qué?

— ¿Te pusiste raro por lo que pasó hace unos meses, con lo que dijimos el día del libro..?

Y con una simple pregunta logró perpetuar una fisura en mi corazón:

— ¿Qué dijimos? 

𝐃𝐨 𝐈 𝐌𝐚𝐤𝐞 𝐘𝐨𝐮 𝐅𝐞𝐞𝐥 𝐒𝐡𝐲? [𝐆𝐑𝐀𝐌𝐎𝐍]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora