Capítulo XXIX

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Su nombre era Jane Oliver. Al ver su sonrisa, sentí que me había caído un rayo. Electricidad. Había electricidad por todas partes; me atontaba la mente pero hacía mis extremidades temblar y acercarme. Dibujé un globo en su zapatilla y me consumió. Qué sensación tan repentina y tan placentera. No era excitación, no quería saltar sobre ella como un animal salvaje. Jane era como una navaja suiza: tenía animalidad como Brett Anderson, dominancia como Damon y muchas cosas más, miles de cosas más... ¿Por qué me obsesionaba tan rápido? Todo iba en círculo. Ciclo infinito. Fascinación. Ilusión. Obsesión. Amor. Celos. Odio. Pero con Jane no tuve miedo a experimentarlo. Al instante que le entregué el marcador supe que quería un futuro con ella. Precipitado y emocionante. 

– Me gustan tus lentes – Jane me las quitó con cuidado y se las probó.

Conté cada unas de las pecas de su rostro. Qué bonitas eran sus cejas y sus ojos y sus labios y sus dientes, pensé. La veía borrosa, pero seguía bonita. «Oh, Jane. Chica de nombre común y personalidad única». No sé porqué me deslumbró tanto. Quizá era el dolor. Quizá mi corazón estaba tan lastimado que la mínima muestra de empatía me hacía caer en un espiral de sentimientos difusos. Jane me ofreció un cigarrillo. Acepté y me lo colocó en la boca. 

– Me gusta tu saco – dije.

– Me gusta tu corte de pelo – dijo ella. 

– Me gustan tus zapatos.

– Y a mí los tuyos, ¿son de gamuza? 

Asentí. Sentados a la orilla de la cama como una pareja de ancianos cansados y exhaustos. Silencio, pero silencio feliz. Silencio de ilusiones. Silencio curioso. Ni siquiera nos conocíamos. Era un ser infinito de posibilidades, de secretos, de detalles. Se tambaleó y rápidamente se sacó las gafas. 

– Dios mío – cerró los ojos por un momento –. Estás ciego, casi vomito. 

– ¿De qué color crees que hubiera salido tu vómito? – pregunté. 

Me miró. No fue raro. Una diminuta sonrisa asomaba en la comisura de sus labios. 

– Una lata de guisantes, así que hubiera sido verde como el de la niña del exorcista pero más brillante – asintió –. Es un buen color, ¿no crees?

– Es un clásico. 

¿Nos besaríamos esa noche? ¿Jane era la clase de chica que besaba a desconocidos? 

– ¿De qué color sería el tuyo? 

– Yo... No he comido – me encogí de hombros, volviéndome a poner los lentes. 

– ¿Tienes hambre? – cuando hizo la pregunta mi estómago rugió. Me sentí avergonzado y bendecido. Qué especial era Jane. 

Mientras bajábamos las escaleras yo caí víctima del pánico. La duda me embargó. ¿Y si se nos acababa la conversación pronto? ¿Y si nos aburríamos el uno del otro? ¿Y si terminábamos odiándonos de pronto? Salimos de la casa, estaba lloviendo. Empezamos a caminar en busca de un local de Fish n Chips hasta que nos perdimos en la noche y las farolas amarillas. Quién sabe cuánto caminamos. Platicamos de todo lo que nos encontramos a nuestro paso: de la basura, de las cucarachas, de los autos, de la gente, de las casas, del asfalto, del cielo, de nuestros zapatos, de los charcos. En esa realidad sólo éramos ella y yo. 

– ¿Te gustan las papas fritas con curry o con mayonesa? – preguntó.

– Sal – dije. 

Nos detuvimos frente a un pequeño negocio. El olor a aceite reutilizado inundó nuestras fosas nasales. El calor de la cocina. La música de la radio. El que atendía usando su mandil negro. Antes de acercarnos al mostrador, tomé a Jane del brazo y le dije:

– No como nada que tenga un sistema nervioso.

Se rió y asintió.

– Yo tampoco. También soy vegetariana. 

La miré fascinado y salimos con un par de bultos de papel grasientos y apestosos. Nos sentamos sobre la acera a comer y volvimos nuestra atención al paisaje citadino. Cuando la plática sobre experiencias bizarras en el transporte público se acabó, nos quedamos mirando. ¿Seríamos amigos? ¿Seríamos conocidos? ¿Seríamos novios? ¿Seríamos esposos? ¿Seríamos una pareja de divorciados o unos viejos gruñones? 

– ¿A qué te dedicas, Graham? – preguntó.

– Tocó la guitarra en una banda que tengo con mis amigos.

– ¿Bodas y cumpleaños? 

– Algo así.

Nos besamos. Jamás había besado a una chica así. No hubo un pensamiento dubitativo. No hubo una imagen de Damon centelleando por mi mente. Fue un beso. Un beso puro e inocente. Un buen beso. Qué rápido. Era un romance express

– ¿Quieres que vayamos a mi casa? – Jane se limpió los dedos sobre el saco. 

Quise decir que sí, pero me dio miedo. Jamás había tenido una experiencia buena con alguien del sexo femenino. Me eran un misterio casi. Nunca pensaba en ellas, ni siquiera de casualidad. Siempre tenía que haber un hombre involucrado para acordarme de ellas. Yo vivía en un mundo de hombres. Mi cabeza era para los hombres, todo en mí era para ellos. Sentí que comenzaba a adentrarme a aguas peligrosas. 

Asentí. 

– Okey – volvió a besarme –, pero primero quiero ver a una amiga y de paso decirle a dónde y con quién voy. No es que no confíe en ti, Graham, pero ya sabes cómo son estas cosas. 

Asentí. 

Tomados de las manos saltamos de regreso a la fiesta. Nos besamos bajo cada farola, en cada banqueta cuando pasaba un auto, al lado de las bolsas de basura, al pisar un charco. Qué medicina tan efectiva, más efectiva que el alcohol. Llegamos con dos enormes sonrisas dibujadas en nuestros rostros. Parecíamos un matrimonio de regreso de luna de miel. Jane me llevó consigo a buscar a su amiga y qué sorpresa me llevé. Su amiga era Justine Frischmann. La Justine que me había quitado a Damon. Me congelé al verlos. Damon se quedó estupefacto, hasta se le cayó el vaso de cerveza. 

– Vaya, parece que ya conociste al mejor amigo de Dames – dijo Justine, esbozando una sonrisa. Con su sarcástica voz añadió –: Quizá podamos tener una cita doble de vez en cuando, ¿no creen? 

𝐃𝐨 𝐈 𝐌𝐚𝐤𝐞 𝐘𝐨𝐮 𝐅𝐞𝐞𝐥 𝐒𝐡𝐲? [𝐆𝐑𝐀𝐌𝐎𝐍]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora