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Febrero de 1803 Gloucester,
Inglaterra

Leer. Leer. Leer.

De entre todos los verbos que conocía, ese, de la segunda conjugación, era su favorito. Las tapas de aquellas obras preciosas que adornaban las estanterías de la biblioteca del duque de Gloucester, su padre, se abrían solo para ella, en un silencio de supremo valor y una soledad que Marinette Dupain valoraba más que su propia riqueza.

Ahora que había vuelto a discutir con él, necesitaba más que nunca un refugio donde meditar, y lo encontraba allí, rodeada de anaqueles.

La luz del sol del atardecer entraba por los amplios ventanales, bañando los desnudos dedos de sus pies que salían por debajo de su vestido, como si demostraran que no les daba miedo asomarse al exterior. Marinette se secó las lágrimas con el dorso de la mano y apoyó la cabeza en la estantería de roble.

No era ninguna novedad la razón por la que su padre y ella mantenían posturas contrapuestas.

Era una mujer que lo tenía todo: belleza, inteligencia, un valiosísimo don para la música, dinero y poder. Debería tener las inquietudes superficiales de toda dama de la aristocracia: encontrar marido, casarse, tener hijos, organizar fiestas, ocuparse del personal de servicio y llevar las cuentas de la casa.

Debería anhelar cumplir todas esas funciones femeninas, el destino otorgado a un sexo que se auto consideraba débil: un género valorado como un mero objeto ornamental en un mundo dominado por los hombres.

Y, al final, la diferencia consistía en una sola cosa: por tener pechos y vulva, en vez de pene y testículos, serían siempre, al parecer, bienes ilegítimos de los hombres.

Y Marinette, con su rebeldía y su carácter, no estaba de acuerdo con ello.

Así pues, leer había sido y sería su verbo preferido, porque a través de los libros visitaba mundos que desconocía, culturas antiguas, y realidades que le habían censurado.

Lamentablemente, el ejemplar que tenía entre las manos en ese momento había sido el motivo de la disputa con su padre.

—Querida, ¿has ensayado hoy? —le había preguntado su excelentísimo y pesado padre mientras acercaba su nariz bigotuda por encima de su hombro y fisgaba las páginas del libro que sostenía su hija con tanto celo.

Marinette se encogió de hombros y negó con la cabeza, inmersa en la lectura de la obra de su fallecida amiga Mary Wollstonecraft, mientras jugaba con uno de sus indomables y larguísimos rizos azabaches.

Su cabeza era un despropósito. Había heredado el pelo de Helen, su madre, que en paz descansara: una mata salvaje de cabello negro azulado, con tantos rizos como serpientes podía tener en la cabeza el monstruo ctónico Medusa, pero con la diferencia de que ella no convertía en piedra a aquellos que la miraban. Solo les dejaba impresionados.

—¡Demonios, Marinette!

—¡Demonios, padre! —replicó ella con una sonrisa, sin apenas inmutarse.

—¡¿Cuántas veces te he dicho que no deberías leer esos... esos... —señaló el libro como si no supiera darle nombre— disparates?!

—No son disparates, querido padre. Puede que sean ideas demasiado revolucionarias para una mente tan reservada y conservadora como la tuya. Pero no son disparates.

Su querida amiga Mary, íntima amiga de su madre, había fallecido seis años atrás, dejando obras que, en opinión de Marinette, podrían propiciar un cambio generalizado. Sin embargo, en opinión de Tom, su padre, no servirían más que para calentar la casa avivando las llamas del fuego de la chimenea.

Panthers (Adrinette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora